En febrero de 1801, mientras Humboldt fumaba de su pipa, con los pies sobre su baúl de viaje predilecto, y esperaba en Cuba la fragata que lo conduciría a Estados Unidos, el no tan célebre Alessandro Boccino, italiano de nacimiento y explorador por instinto, descendía de la sierra Tarahumara, tras dos largos meses de expedición. Aunque las investigaciones del italiano no conocieron la misma gloria que las venerables pesquisas intelectuales del prusiano, su único libro: Delirio ai Tropici, ofrece contundentes muestras de la infatigable labor a la que Boccino se entregaba con suma pasión: ya fuera recabando datos acerca de lejanas comunidades perdidas en algún recoveco de las húmedas junglas tropicales; recolectando utensilios de civilizaciones antiguas; dibujando al sol zambulléndose sobre el calmo manto del Océano Pacífico, mientras sobre la fina arena un nativo persigue desnudo a la que, según investigaciones, parecería ser la mujer del mismo Boccino; el investigador italiano muestra una deliberada ansia por acercarse a lo desconocido.
Muchas de sus narraciones merecen ser leídas atentamente; otras más parecen delirios, no del entorno investigado, sino, propiamente, del autor. Lamentablemente, los dos siglos transcurridos desde que Boccino escribió sus impresiones de América a la fecha, dificultan el empeño por certificar sus afirmaciones.
Uno de los pasajes más interesantes de Delirio ai Tropici es aquel en el cual el explorador, después de haber pasado tres semanas en una población ubicada a las faldas del Monte Seco, decide dirigir su expedición hacia el suroeste; caminando por entre las quebradas de la sierra; hasta llegar a un lago, que al atardecer, se pinta de púrpura. Sus acompañantes ven en aquella extraña coloración un mal augurio y deciden, en grupo, regresar; dejando a Boccino (quien, a lo largo de su libro, no se cansa de decir, a manera de principio o de máxima: Jamás deshago camino andado) solo en medio de un territorio ignoto.
Sin embargo, la valentía del explorador será recompensada con creces, al descubrir, en aquel lejano rincón del mundo, una de las pocas comunidades matriarcales.
A continuación les ofrezco una traducción de dicho pasaje:
No tenía que preocuparme por la alimentación; tenía comida suficiente como para dos semanas. Después de que mi equipo me dejó varado en medio de esa intrincada jungla, pensé que, por despecho, o simplemente por el delirio al que el calor me conducía, podría inventarme cualquier descubrimiento. Pensé que a mi regreso podría hablarles a mis colegas de una comunidad perdida en la selva, en la cual, desde tiempos ancestrales, se solía reverenciar a las personas obesas. Sí. Era puro divertimento. Imaginé que en esa comunidad los gordos eran libres de hacer cualquier cosa que les pareciera. Eran los dioses. Por supuesto, ellos ocupaban los puestos políticos y religiosos más altos. Podían robar cualquier cosa y violar a cualquier mujer, hombre o animal. Poseían al pueblo entero. Si un gordo llegaba a la casa de su vecino, un hombre delgado, el primero podía decirle al segundo: Hoy me place llevarme a tu mujer; y el delgaducho no podía siquiera negarse; el gordo, incluso, si veía que su vecino se tomaba a mal que tomara a préstamo a su mujer, podía degollarlo al momento o denunciarlo, que a la larga, frente a un jurado de obesos y un juez aún más obeso que todos los demás, era lo mismo.
Pero cuando, después de una semana infértil y agotadora, me encontré, después de caminar más allá del trópico, con la población de Roca Suave, tuve que aceptar que la realidad había superado a mis delirios personales.
El pueblo de Roca Suave constaba de unos quinientos individuos, los cuales dedicaban su vida a cultivar trigo, arroz y distintos frutos en los campos aledaños al Río Pálido. Su dialecto, al cual llamé El Suave, no se parecía a ninguno de los idiomas hablados en las regiones vecinas. Y, lo que más llamó mi atención, eran dirigidos por un consejo de mujeres.
Indagando, descubrí que aquella especie de oligarquía matriarcal se había instaurado en Roca Suave cerca de trescientos años atrás; a raíz de una funesta concatenación de eventos.
Una de las mujeres del consejo político me condujo al santuario de los Suaves; y fue ahí donde me relató la historia de su gente.
Resulta, según supe por ella, que antes, cuando los hombres eran quienes conducían al pueblo, quienes tomaban las decisiones e impartían la justicia, había una ley que obligaba a todas las mujeres, al cumplir quince años, a realizar ciertos ritos.
Las mujeres que debían pasar por dicho rito, después de ser purificadas por un grupo de sacerdotisas, eran entregadas al santuario de Rave (el Dios local), donde debían pasar una semana entera encerradas, junto al Neme (rey) y al Nomo (Supremo Sacerdote), quienes tenían la forzosa obligación de conducirlas de la niñez a la adultez. Estos dos personajes debían tener relaciones con las quinceañeras, para, después de aquel rito, dictaminar cuáles de ellas podían integrarse de nueva cuenta a la sociedad, unirse a un hombre, a fin de procrear hijos y formar una familia; y cuáles de ellas no serían aptas para la vida que la comunidad exigía. Estas últimas eran expulsadas de la comunidad; entregadas a una muerte casi segura.
Esta había sido una antigua norma de los Suaves, la cual solían cumplir al pie de la letra. Hasta que un año, Numba cumplió quince años. Se dice que esta joven era de una belleza extraordinaria; y que Neme y Nomo, desde que Numba tenía diez años, se enfilaron en una serie de competencias para ver quién de ellos habría de ser el primero en conducirla a la edad adulta.
Durante aquellos años, Numba, inocente, fue intercambiada innumerables veces. Si las lluvias se hacían esperar y el pueblo se desesperaba y se dirigía a Rey para que éste les resolviera el problema, Nemo, con todo el dolor de su corazón, se dirigía a Nomo, diciéndole que si realizaba los ritos necesarios para atraer a la lluvia le cedería el derecho de acostarse primero con Numba. Pero meses después, cuando el santuario de Rave era víctima de un incendio, Nomo, lamentándose enormemente, se dirigía a Nemo y le concedía llevarse a Numba al lecho antes que él, si reparaba su santuario.
Muchos afirman que Nemo, en primer lugar, fue el que incendió el santuario. Asimismo, se dice que Nomo realizó infinidad de ritos en perjuicio del poder de Nemo.
Esa fue la vida en la comunidad, hasta que Numba cumplió quince años e ingresó al Santuario de Rave. Nemo y Nomo, a fin de no preocupar a la población, decidieron no hacer público quién de ellos se llevaría primero al lecho a la despampanante jovencita.
Sin embargo, este silencio de las autoridades políticas y religiosas preocupó aún más a los pobladores. Pues ellos sabían que, de haber llegado a un acuerdo, cualquiera de ellos dos, Nemo o Nomo, fanfarrones como eran, no podría habérselo guardado y lo habría proclamado a los cuatro vientos.
La primera noche del rito, cuando todas las chicas habían ingresado, después de haber sido purificadas por las sacerdotisas, al santuario de Rave, el pueblo de Roca Suave quedó en el más completo silencio.
Pasaron seis días. Infatigables, Nemo y Nomo conducían a las niñas a la vida adulta, mientras Numba permanecía en una esquina del santuario. Como aún no habían llegado a un acuerdo, habían decidido que ella sería la última.
La séptima noche, cerca del amanecer, se escucharon dos gritos. Nadie quiso salir de su casa.
Finalmente, un vecino del lugar, cuando el sol ya despuntaba, se envalentonó y salió de su hogar, tan sólo para encontrar dos cuerpos inertes sobre la calle principal.
Muchos dieron su opinión, pero la conjetura más viable es que, sin haber llegado a un acuerdo, Nemo y Nomo pasaron esa noche discutiendo y forcejeando para ver quién de ellos sería el afortunado de acostarse primero con Numba. Al no llegar a un acuerdo mutuo los dos hombres salieron a la calle y pelearon hasta matarse el uno al otro.
La tragedia había llegado a Roca Suave. Sin autoridades, navegaban a la deriva.
Hasta que Numba propuso lo siguiente: Aquel desastre había ocurrido por tener dos autoridades. Era, ella pensaba, mejor tener una sola. ¿Pero quién? Pues, respondió ella, Nemo y Nomo se acostaron con las demás niñas y alguna de ellas quedará embarazada; propongo que el primer bebé en nacer de entre todas ellas sea nuestro líder.
Los aldeanos accedieron y nueve meses después se encontraron con la sorpresa de que, de entre las quinceañeras embarazadas aquel fatídico año, siete habían dado a luz hembras.
Desde aquel año, el pueblo de Roca Suave es gobernado por un consejo de siete mujeres, todas descendientes de aquellas primeras siete niñas.