Retrato de un héroe

Lázaro Bisarró, hijo de un robusto leñador y de una aseada costurera -pálida como la nieve que cubría los inmensos llanos aledaños a su hogar-, fue un chico introvertido que, a la tierna edad de siete años, inspirado por los grandes héroes nacionales, sabía, con una convicción rayana en la demencia, que de grande él sería no sólo un soldado sino un galardonado y reconocido general.

Ya durante su infancia logró ser conocido como un niño extraño. Sus amigos del barrio lo consideraban un ser extravagante. Y no era para menos. Durante aquellos años, cuando las guerras azolaban constantemente continentes enteros, el juego más popular entre los infantes era recrear con sus monillos de plomo las grandes proezas ocurridas en los campos de batalla. Cada tarde, los soldados de juguete salían de sus cajas, guerreaba sobre el lodo, y regresaban indefectiblemente a su puesto. Al día siguiente se repetía la misma escena, quizá, con un final alterno. Sin embargo, como un vecino suyo constataría personalmente, para Lázaro aquella dinámica era no sólo una aberración intolerable, sino, aún  peor, un agravio en contra de las estrictas normas militares. La historia cuenta que, después de pasar una tarde jugando con el futuro general, aquel vecino decidió regresar al día siguiente para reiniciar la batalla. Lázaro, al verlo ingresar a su casa, le preguntó qué demonios le pasaba. Vengo a jugar, respondió el inocente. ¿Pero, acaso no te he vencido ayer?, respondió Lázaro, indignado. Y agregó: Tus soldados, los que no fueron capturados, han muerto. La guerra ha terminado y hay un ganador: yo. ¿Qué parte no te ha quedado lo suficientemente clara? Su vecino, contrariado, pensó que Lázaro bromeaba y, sin más, comenzó a sacar a sus soldados de plomo. Al ver aquello, la futura leyenda militar, obnubilada por la ira, pateó la caja de su vecino, al tiempo que, histérica, gritaba, ¡Largo, largo!

La historia se repitió un par de ocasiones más, con distintos niños. Y el mito del despiadado general comenzó así a forjarse.

Durante su juventud, ataviado con el esplendor propio del arrojo y con una fealdad tan particular que algunos se atreverían a clasificarla de sublime, atravesó la escuela preparatoria como un ardiente meteoro, dejando fulminados a su paso a varios compañeros de escuela, los cuales, desconociendo su bravura o desafiándola abiertamente, decidieron ponerlo a prueba, retándolo a un duelo de puñetazos. Nadie golpeó tanto ni envió a tantos compañeros a la enfermería como el futuro héroe. Sus profesores de aquella época lo recuerdan como un buen estudiante, un joven retraído y algo gris, de calificaciones modestas, que, de no haber desviado un par de clavículas y pulverizado varias costillas, habría pasado inadvertido. En esos lejanos años, nada en él los habría hecho creer que aquel desgarbado jovenzuelo sería el protagonista de renombradas hazañas.

Y es que Lázaro, tan peculiar y tan distante de la realidad de sus amigos de la infancia y de sus compañeros de escuela, se encontraría a sí mismo hasta los dieciocho años; época en la cual ingresó a la academia militar, donde, con el paso del tiempo, no sólo se forjaría una reputación como el mejor soldado de su generación, sino, de hombre despiadado, o, incluso, con marcadas tendencias suicidas. (Un examen médico descartó esos rumores.)

Ante la constante preocupación de su madre, quien, conociendo el atrevido carácter de su hijo, teme que éste encuentre un cruento final, el recién egresado de la academia militar, en una carta, la consuela, afirmando: Madre, la muerte es sólo un fastidioso contratiempo. En cuanto más pronto llegue, más pronto podremos continuar con nuestros deberes.

Es probable que esa particular concepción de la muerte haya ayudado a que su carrera militar se convirtiera en un ascenso ininterrumpido. Las insignias no se hicieron esperar y, a los veinticuatro años de edad, fue nombrado general; concretando así una parte importante de su sueño.

Sin embargo, el joven general Bisarró, aunque preparado para enfrentar cualquier contratiempo táctico en el campo de batalla, fue incapaz de sortear los aspectos políticos de su puesto. Su comportamiento, arisco y explosivo, y sus ideas, anárquicas y fatalistas, lo volvieron un ser indeseable ante sus colegas, quienes no sólo comenzaron a rehuirle, sino, deseaban fervientemente su fallecimiento; razón que explica porqué le fueron asignadas más misiones que a cualquier otro.

Esta situación, lejos de amedrentarlo, estimuló al general Bisarró, quien, a diferencia de sus soldados, se soslayaba en el campo de batalla.

Sus victorias militares son ahora conocidas mundialmente. Pero, durante aquellos años de infatigable lucha, nadie creía que alguien pudiera salir aireado de tantas campañas. Ningún contemporáneo suyo habría podido predecir que Bisarró los sobreviviría a todos. El héroe de mil batallas logró engañar a la muerte y salir victorioso de más de una emboscada. Bajo sus órdenes decenas de miles de soldados perecieron. Pero, él, criticado por acompañar a sus hombres durante los enfrentamientos (hoy en día, la mayoría de los generales permanecen a varios kilómetros de distancia del campo de batalla, resguardados en una cabina climatizada, desde la cual, por medio de instrumentos tecnológicos monitorean las acciones, al tiempo que sus hombres se baten), contra todo pronóstico, logró salir ileso.

Pero, como desgraciadamente ocurre con demasiada frecuencia, finalmente, el destino quiso que nuestro héroe pereciera en la ignominia, es decir, en este caso particular, lejos del campo de batalla.

Hasta la fecha es un misterio la razón por la cual fue destituido. La versión más conocida, aunque aún no verificada, es que se le acusó de crímenes de guerra. Sea cual fuere el motivo por el cual el ejército decidió expulsarlo, negándose a concederle su pensión vitalicia y sus derechos, la realidad es que Lázaro Bisarró regresó a su tierra natal, no como un héroe nacional, sino, como un simple perro.

Con más de cincuenta años, sin trabajo, sin familia, y sin saber hacer otra cosa que dirigir batallones, el ex general debía ganarse la vida, comenzando de cero. Sin lugar a dudas, ésta fue la época más oscura de nuestro héroe, quien, de no haber sido por la generosidad de un simpático comerciante de helados, habría perecido, completamente desahuciado.

¡Y quién lo habría pensado! Lejos de morir en una de sus misiones suicidas, como el resto de los generales esperaba, Lázaro Bisarró, después de cincuenta años manejando su carrito de helados por las calles de su antiguo pueblo, falleció de una neumonía a los cien años de edad.

Hoy en día, gracias a los diversos estudios especializados, su leyenda como general ha sido rescatada de las penumbras del olvido y sus compatriotas ahora pueden celebrarlo como el gran héroe que fue.

Algunos aún se sorprenden cuando alguien les comenta que el anciano que solía pasearse por las calles del pueblo, empujando su carrito de helados, había sido, en otros años, uno de los hombres más valerosos y temidos de todos los tiempos.

¿Quién lo hubiera dicho?, responden, sin saber qué pensar al respecto.

Los editores

Primer capítulo de la novela La Guía

No es cosa fácil identificar el inicio de esta historia. Sus acciones, personajes y tiempos son tan variados como distantes en el espacio. Quizá, afirman algunos, todo comenzó el dos de febrero del año 2004, cuando los editores, Larry Nostromb y John Ackpoint, discutían la conveniencia de publicar el libro Guide to become a highly sufficient cannabis consumer, personaje central de este libro. Otros prefieren situar el inicio de esta aventura en escenas de mayor impacto comercial (véase capítulo III, VI ó VII). La verdad es que narrar la historia de un libro, me parece, debe comenzar cuando éste era tan sólo una confusa pero estimulante idea en la mente de sus creadores; en este caso: Larry y John, quienes no sólo eran editores, sino, autores de un ya creciente número de libros sobre el consumo de la marihuana.

De 1997 al 2004, los dos autores habían trabajado en varios proyectos cuyo tema central —a pesar de las distintas perspectivas empleadas, los detalles, contenidos y gráficos— era la historia del uso de la marihuana, entre otras cosas: cómo cultivarla, cómo adquirirla, los distintos tipos y nombres de ésta en el mercado, las maneras de fumarla o consumirla, etc.

Dichos esfuerzos iniciaron en gran medida por la creciente preocupación de Larry acerca del buen uso y la errónea mala reputación de la hierba. Consternado ante la situación de uno de sus más entrañables pasatiempos, Larry pasaba largas horas disertando en el ático de la casa de sus padres las distintas posibilidades de poder dar un giro a su vapuleado hábito de fumador, y, sobretodo, quería que la paranoia que experimentaba al estar colocado llegara a su fin. Fue entonces que expuso su idea, sopesada largas horas, a su amigo John, quien, por su parte, no sólo era un dedicado estudiante de literatura y un consumado fumador de marihuana, sino, y esto era de lo que más se jactaba: uno de los mejores —sólo superado por un chef coreano, cuyos pasteles de avellana y hachís hacían delirar a gran parte de la costa oeste— cocineros de brownies y panqueques con hierba en todo el condado de Greenstone.

Durante un atardecer de postal, el sol derritiéndose en el horizonte y coloreando el lienzo celeste con tonos púrpuras, mientras la húmeda brisa del pacífico regaba las costas californianas, Larry, con un canuto en la mano, le habló a su amigo acerca de los panfletos que tenía en mente escribir, imprimir y distribuir. John, en un osado momento de brillantez, y confundiendo aquella plática con su tarea de la facultad de letras, concibió la idea de crear una editorial que se abocara, exclusivamente, a publicar libros con la flagrante intensión de domesticar y transformar la imagen de los, peyorativamente llamados, marihuanos, cuya variopinta agrupación admite a cualquiera que esté dispuesto a pasar un buen tiempo colocado.

Es ya conocida la afabilidad entre los habituales a la hierba, y una realidad era que éstos, desde 1960 a la fecha, habían venido creciendo en número. Sonriendo, dopada y diseminada por el mundo, esta gente o colectivo no atiende a clase social, raza, grupo religioso, partido político o ideología cualquiera, sino, al simple hecho de encender uno por el sólo gusto de hacerlo; de ahí la facilidad para pertenecer al grupo, y de ahí su gran poder de asociación. Aunque, éste último, hay que decirlo, se ve severamente mermado por el innegable efecto que el fumar tiene sobre la voluntad. Así, los consumidores de marihuana, aunque numerosos, han sido incapaces de emprender cualquier acción conjunta; o, para el caso, cualquier acción a secas.

Fue así que en octubre de 1996, Larry y John comenzaron la redacción de su primer libro titulado: Cannabis wake. Sin embargo, aunque el escribirlo resultó ser un trabajo, en suma, fácil —pues, tras una larga carrera como fumadores, los dos autores tenían sobradas cosas que decir al respecto—, la labor para poner en marcha una editorial no fue nada sencilla.

Entonces Bartolome Horwitz entró en escena. Fue éste joven empresario californiano y gran habitual al cannabis quien prestó el dinero necesario para el proyecto.

Bartolome era un tipo alto y rubio, de un bronceado impecable —gracias a sus largas horas encima de una tabla de surf—, de ojos de un azul transparente, nariz afilada, y, lo más apropiado para las intenciones de Larry y John, con una considerable suma de verdes en su cuenta bancaria, herencia de su tío, un viejo guionista de Hollywood, quien durante los años cincuenta sufrió las consecuencias de pertenecer a las ligas comunistas.

Los tres hombres, Larry, John y Bartolome, se habían conocido años atrás en un concierto a beneficio, donde no sólo la pasaron en grande, intoxicados y disfrutando de un alucinante espectáculo de juegos pirotécnicos, sino, al final, entre sonrisas, abrazos y demás demostraciones de afecto, intercambiaron sus respectivos números telefónicos. Desde entonces, se habían reunido en contadas ocasiones, pues Bartolome vivía en el condado vecino al de los futuros editores.

Sin embargo, cuando en la mente de los dos autores apareció el nombre de su antiguo amigo, supieron que no había persona más fiable para subvencionar su incipiente empresa. Y no podían estar más acertados: una llamada telefónica bastó para que Bartolome solicitara una cita con los dos escritores.

Fue así como en enero de 1997 nació la efímera editorial Breeze, cuya dirección quedó a cargo de Larry Nostromb y John Ackpoint. Sin embargo, su vida duró muy poco, pues ésta fue absorbida, el verano de ese mismo año, por The printed word, cuyo accionista mayoritario era, ya para entonces, nada más y nada menos que: Bartolome Horwitz, quien, aconsejado por un viejo amigo de su tío, había tomado la decisión de invertir fuertes sumas en el mundo editorial.

La editorial Breeze se convirtió entonces en una colección de The printed word, titulada The pot documents. Y el segundo libro de Larry y John, How to grow a smile, se tradujo en un bestseller sin precedentes.

Pero eso es ya historia.

El inicio de este relato debe concentrarse en la gestación de su personaje principal: Guide to become a highly sufficient cannabis consumer (desde ahora, por cuestiones prácticas: la Guía).

Corría el año 2004 y la Guía estaba lista para irse a la imprenta. Sin embargo, sus autores, Larry y John, debatían intensamente el hecho de sacar al público lo que sería su quinto libro en la materia. Para entonces, con cuatro libros ya escritos, los dos se habían convertido en acreditados connaisseurs en la materia y en aclamadas personalidades públicas (no había consumidor de hierba en el sur de California que no los citara) y consideraban que su labor había concluido. Los anteriores cuatro libros se habían vendido por todo el país e incluso hubo varias traducciones. Los autores pensaban que ya habían hecho su parte respecto al trabajo de concientizar tanto a los fumadores como a los no fumadores. Por otra parte —y esto era algo que, a pesar de resistirse a admitirlo abiertamente, dañaba la dinámica creativa hasta entonces establecida entre los viejos colegas—, Larry había dejado el hábito de encender un canuto a discreción; lo que disminuía su interés en la materia. Bartolome Horwitz estaba en el equipo sólo por las ganancias y su consumo de otras drogas había despeñado su gusto por la hierba. Sólo John continuaba fiel al cannabis, y, no sólo eso, sino que, sus recetas habían mejorado considerablemente. Razón suficiente para convertirlo en el más ferviente simpatizante de la primera edición de la Guía.

—Larry,

—¿Acaso no has visto las recetas que he incluido? —dijo John, consternado ante la visible apatía de su compañero respecto a la Guía.

—Sólo digo que no veo un motivo de peso para editarla —respondió Larry, somnoliento y un tanto desmotivado, mientras entre sus delgados y largos dedos un lápiz giraba como un pequeño ventilador—. Eso es todo John. No es nada personal.

La oficina de The pot documents se encontraba en el quinto piso de un antiguo edificio remodelado en el centro de San Francisco y la bahía se extendía a lo lejos, merodeada por una niebla blanca y delgada, como un dulce de algodón flotando en el aire un domingo en el parque.

—¿Un motivo de peso? ¿De qué hablas? —balbuceó John, al tiempo que salía de un momentáneo estupor, causado en gran medida por el calor y los golpes que le había dado a su pipa en la azotea, antes de bajar a su oficina. Y sacando las fotografías de las pruebas que mostraban los distintos platillos, comenzó a enumerar—: Pastel de zanahoria. Pasta a la boloñesa. Pay de limón. Crema de avellanas. Trufas de chocolate. ¿No son estas razones suficientes? Carajo, Larry, me he partido el lomo experimentando en la cocina para salir con estas recetas. Por no hablar de los dolores de estomago. Y, ¿tú me pides razones de peso? No, no lo creo. Esto tiene que ver con Carla. El asunto tiene su nombre por todas partes.

—¿Carla? ¿Carla, en serio, John? No la metas en esto, no tiene nada que ver con ella.

Carla era la secretaria de The pot documents, y la ex pareja de John. Dejó de ser ambas cosas cuando decidió mudarse  a casa de Larry.

—Carla me dejó por ti… no hay problema, hermano. Carla dejó de ser nuestra secretaria por ti… no hay problema, hermano. Carla hace que dejes de fumar marihuana… no-hay-problema. —Levantándose, John se acerca a la ventana y pierde su mirada sobre los tejados de la ciudad. Finalmente, después de un silencio dramático, añade—: Pero, Carla te trastorna la cabeza y te vuelve en mi contra y, ¡más delicado aún, en contra de la Guía!… Puedes estar seguro que tenemos un problema.

—John, todo lo que quiero decir es que no me parece apropiado sacar al mercado un quinto libro acerca de lo mismo. No te estoy pidiendo que analices el genoma humano o que rebeles la existencia de Dios. Vamos, sólo quiero que veas que ya hemos hecho lo que nos propusimos en un inicio. Los prejuicios contra la marihuana han cambiado. El mundo ya no la ve como lo hacía hace diez años. Por Dios, ahora es vendida como un fármaco más.

—Está bien, te comprendo —alcanzó a apuntar John, un tanto contrariado ante la bien pensada respuesta de su socio. En verdad no esperaba que éste resultara tan articulado. Finalmente, él mismo no había reflexionado acerca de la conveniencia o pertinencia de sacar al mercado a la Guía. Aquella cuestión, para él, no existía; el libro debía publicarse al igual que por la mañana el sol debía salir por el este. La negativa de Larry para publicar el libro lo tomó por sorpresa; a pesar de que éste último le había expresado su punto de vista reiteradamente durante las últimas dos semanas. Recuperando su ímpetu, agregó—: Bien, pero, ahora, respóndeme algo. Quiero que tengas la amabilidad de decirme: ¿en qué libro puedes encontrar una receta para hacer Pay de limón con cannabis?

—Ese no es el punto, John.

—Vamos, ¿Pay de limón?

—¡Esto no tiene que ver con Carla, ni con un pay de limón, ni con las trufas o las avellanas! Estoy hablando de dejarlo ir. La Guía es innecesaria —reaccionó Larry, intentando con fuerza no caer en el juego de su colega.

—¡Para ti!… ¡Para ti que ahora eres un no consumidor! Pero, ¡piensa, quiero que pienses en todos esos consumidores ansiosos por preparar una pasta a la boloñesa que te mandará al cielo!

En aquel momento un joven de alrededor de 15 años, entreabrió la puerta de la oficina. Se trataba del pequeño Ryan, el mensajero de The pot documents, a quien, después de percibir el olor del cannabis que exhalaba la oficina de los editores, se le hizo fácil entrar para darle dos o tres jalones a un toque, platicar con sus jefes y reanudar su holgada jornada repartiendo boletines informativos por las calles. Sin embargo, Ryan no esperaba encontrar a los editores enfrascados en una acalorada discusión, situación por demás inusual en aquel atípico ambiente laboral. Fulminado por la mirada de un iracundo Larry, Ryan se disculpó, tartamudeando, y cerró con extrema delicadeza la puerta.

—John, analicemos esto con seriedad —reanudó Larry la conversación—. Hace ocho años que te graduaste de la facultad. Muy bien, estás trabajando para The printed word, y eso ya es algo. Pero recuerda aquella novela que querías escribir, piensa en los sueños que tenías antes de que comenzáramos esta empresa. ¿Acaso no quieres realizar ninguno de ellos? ¿Editar o escribir otro tipo de libros?

—No lo sé, Larry —respondió John, sintiéndose un tanto confundido, pues, para él, aquella labor, editar libros acerca de la marihuana, era, sin lugar a dudas, su trabajo, su oficio, el motivo por el cual había luchado durante la última década. ¿Escribir novelas? ¿Dedicarse a otra cosa? Aquello estaba fuera de su alcance. Había decidido años atrás avocar sus esfuerzos a The pot documents, y sugerirle cualquier otra línea de trabajo era como pedirle a una ballena que cambiara su hábitat, que abandonara las inmensas llanuras del océano para aplatanarse a sus anchas en alguna selva tropical—.     Tu mente ha sido saboteada por la sobriedad y no sabes el dolor que me causa verte así. Estás hablando del futuro. ¿Escribir una novela? Larry eso no está siendo discutido hoy. Aquí estamos por la Guía… enfócate.

—Tienes razón, he cambiado. Mis prioridades han cambiado.

La luz del sol entraba generosa por una venta orientada hacia el oeste, bañando los diversos objetos esparcidos en el lugar: dos escritorios; un sofá; un par de sillas; libros y hojas tiradas por todas partes; un perchero con varios sombreros colgados; una fotografía enmarcada que mostraba a un surfista montado sobre una ola de cinco metros; las pruebas de la Guía diseminadas sobre el escritorio de John.

—No… no me digas que este año no irás conmigo a la gira de conferencias. Por favor, Larry, no me hagas eso —dijo John, después de un prolongado silencio, el cual su mente había aprovechado para viajar hacía remotas regiones, entre las cuales vislumbró la escena de una conferencia, donde, para su sorpresa, John se vio solo, sin su fiel compañero a su lado, disertando frente a un  público inmisericorde. El pánico de aquella visión lo paralizó y no pudo más que olvidar, irremediablemente, por un momento el punto central a tratar: la pertinencia de la publicación de la Guía. Por demás, aquellos saltos, casi cuánticos, en su conversación eran una normalidad a la cual Larry estaba ya habituado. Sin embargo, la sensibilidad que el tema ameritaba, o que él, Larry, deseaba infundirle, lo sobresaltó, haciéndolo reaccionar y decir:

—¿Conferencias? ¿Estoy hablando de ni siquiera publicar la Guía y tú me sales con las mentadas conferencias?

Sugestionado y conmocionado por la desolación de la escena de aquella hipotética librería, en la cual se había visto a sí mismo totalmente solo, John se replegó en sí mismo, cerrándose al mundo exterior. Sintiendo aquel terror pánico no pudo más que reaccionar infantilmente; y olvidando cualquier especie de argumento racional para defender su postura, tan sólo pudo decir con completa honestidad:

—Estás irreconocible; y yo estoy a punto de llorar. Mira, ven, acércate, ves esa lágrima que ya bordea mi ojo. Es por ti, Larry. Me estás lastimando.

—Deja de dramatizar. Carajo, no puedo creer que estemos teniendo esta discusión.

—Ni yo, si me lo preguntas —dijo John, al tiempo que, impulsándose con sus pies, hacía girar su silla rotatoria para dirigir su mirada hacia el océano, donde quizá aquel terror provocado por la idea de realizar la gira de conferencias solo desaparecería.

—¿Qué ha dicho Bartolome acerca de la Guía? —preguntó Larry, después de bufar como un toro, dejando que parte de la tensión acumulada se disipara. La opinión del socio capitalista, Bartolome, respecto a la Guía, le tenía sin cuidado, sin embargo, había sacado el tema tan sólo porque intentaba mantener la conversación dentro de parámetros razonables y pensaba que, quizá, su compañero abandonaría aquella deplorable actitud si le proponía concentrarse en cuestiones más realistas o concretas.

—¿Qué puede decir? Tenemos crédito abierto, amigo. Luz verde. Bartolome sólo está interesado en conseguir más pasta para sus anfetas. Y la Guía, puedes asegurarte de eso, le dará suficiente como para engolosinarse por un año.

La estrategia había funcionado. La vida de Bartolome era algo que John siempre había encontrado fascinante, al grado, incluso, de hacerlo olvidar sus sugestiones y volver al mundo real.

—No puedo creer que todo sea tan fácil —dijo Larry, suspirando melancólicamente. Sus ojos cristalinos reflejaban el azul profundo del mar—. Si quisiera emprender cualquier otro negocio, estoy seguro que fracasaría. Sólo esto me reporta dinero. Y estoy harto de ello. Tiene que haber una ley para lo que me sucede, una como la de Murphy.

—Subestimas el poder de los fumadores —dijo John, sin poder reprimir una sonrisa, pues, desde hacía tiempo, deseaba encontrar la oportunidad de echarle en cara a Larry su abstinencia. Y con un tono aleccionador, como el que un padre utilizaría ante el hijo que le ha causado una profunda decepción, dijo—:   Te has pasado al otro lado de la calle, Larry, y estás desenfocado. Nunca debiste haber dejado de fumar. Pero, no te lo diré. Pues, justamente, mi lucha es en contra de los prejuicios y las opiniones fáciles y sin fundamento, y sobre todo, estoy en contra de decirles a los otros qué hacer. Yo no les digo que fumen. Ellos no me dicen que deje de fumar. Esos son los principios de esta empresa, Larry, si es que los recuerdas.

—Algo me dice que nada bueno saldrá de todo esto —dijo Larry, proféticamente, mientras recargaba su brazo derecho contra la cornisa y perdía su mirada en el paradisiaco paisaje que se extendía frente a él.

—Estás embrollado por tener la cabeza limpia y despejada, Larry —diagnosticó John, imprimiendo un tono de suficiencia médica a su voz—. Pero fue tu decisión dejar de fumar y lo respetaré hasta mi muerte.

—Dudo que haber dejado la marihuana afecte mi capacidad de raciocinio —suspiró Larry, no muy convencido, intuyendo que quizá sí, su abstinencia había menguad su pensamiento crítico.

John, mientras tanto, pensando que ya había dicho todo lo que tenía que transmitirle a su socio, comenzó a jugar con un pequeño ventilador chino cuyas aspas al girar deletreaban la palabra Greenstone. La neblina, proveniente de las montañas reptaba como un lagarto, apeñuscándose paulatinamente sobre el calmo manto oceánico. Sin embargo, a pesar de la aparente tranquilidad que se había alcanzado en la oficina, atravesando su mente, como un relámpago irrumpiendo y rasgando la serenidad de una tarde de verano, un pensamiento hizo que John regresara a la carga, diciendo:

—Ahora que lo pienso, respetaré tu decisión de abstenerte, pero, con una condición. ¡Carajo, no es posible que no haya pensado en esto antes! —dijo John, con visible ansiedad, al tiempo que se levantaba y comenzaba a andar de un lado a otro en la oficina—. ¿Sabes acaso la mala publicidad que puede traer consigo tu decisión de no fumar? ¿Te imaginas cuando nuestros lectores se enteren que has dejado la hierba? Tenemos que mantenerlo en secreto, Larry. Tenemos que hacerlo así. Esa es mi condición: para el mundo tú eres y seguirás siendo un marihuano más del montón.

—¿Condición? ¿De qué estás hablando, John? ¿Me impides decir que he dejado de fumar? No, espera… ¡me condicionas a no decirlo! Es decir, ¿tu “respetas” mi abstinencia a cambio de que no la haga pública? —apuntó Larry, desde su asiento, gesticulando exageradamente y remarcando las comillas con sus dos manos.

—Tienes razón, he dicho una cosa terrible. No puedo “respetar” tu decisión, tengo que hacerlo sin comillas, es decir, porque lo acepto tal y como es —refunfuñó John, sintiéndose sinceramente disgustado consigo mismo al comprender la vileza implícita de su petición—. ¡Diablos! Todo se está complicando, Larry. Siento que energías muy negativas se interponen entre nosotros. Toma mi mano. Hagamos un juramento.

—John, no voy a tomar tu mano y no necesitamos hacer un juramento. Yo dejé de fumar marihuana y, si nuestros lectores se enteran de eso, no hay anda que yo pueda hacer.

—Muy bien, juremos por eso —insistió John, intentando limpiar con aquel acto su conciencia.

—Ya lo he dicho y lo sostengo, no hay necesidad de realizar un juramento.

—Sería simbólico, Larry. Lo simbólico es importante para mí, lo sabes.

—Y, ¿qué simboliza la Guía para ti?

—¡Puf! Sacas las preguntas grandes, así, de la nada. Ahorita no tengo la respuesta para eso, Larry. Estaba pensando encontrarla, como siempre, durante la gira de conferencias.

—¿Harías la gira sin mí? —preguntó Larry, con una indignación un tanto falsa.

—¿Y por qué habría de hacerla sin ti?

—Porque ya no fumo.

—¿No fumar te impide firmar autógrafos?

—No.

—Eso hubiera sido el colmo.

—No, John, no hablaba de los autógrafos. Me refería a ¿cómo se vería que un no fumador de cannabis atravesara el país hablando maravillas de la hierba?

—Tú irás a la gira de la Guía, te coloques o no —afirmó John, intentando demostrar a su colega lo mucho que estaba dispuesto a respetar su abstinencia.

—No lo sé, John. Además, tengo otros planes que me gustaría adelantar —suspiró Larry, intentando pensar en esos supuestos planes que años atrás se había prometido llevar a cabo y que nunca había podido concretar debido al inmenso trabajo que representaba publicar y promocionar aquellos libros de orientación al consumidor. Pensó en los planes que él y Carla habían diseñado para el futuro: comprar un terreno al norte, frente al mar, construir una cabaña, cultivar una hortaliza y quizá criar animales, hacerse de una lancha y salir cada madrugada a pescar. Ella deseaba tener hijos, un niño y una niña, de inicio. Quizá, con los años, en medio del tibio cariño de la naturaleza, escuchando el suave canto de los pájaros, sumergidos en el verde espesor del bosque y la clara luminosidad del mar, podrían procrear más niños, cinco o seis, y educarlos de acuerdo con la simple sabiduría de la tierra. Larry deseaba más que cualquier otra cosa liberarse de aquel mundo comercial, de aquellas giras interminables, de los entusiastas consumidores de marihuana que los acosaban con preguntas que difícilmente tenían respuesta.

—¡Lo tengo! —esputó John, súbitamente—. Haremos publicidad de tu abstinencia. Digo, si no te importa. ¡Ya lo estoy viendo! —añadió, excitado—. ¡Esto podría llegar a ser lo mejor que nos ha pasado! Piénsalo, un no fumador escribiendo un libro acerca de la marihuana, es como si el Papa comenzara a dar discursos a favor de las armas. ¿Te imaginas el aumento en las ventas de rifles cuando todos esos católicos se enteren de que su máxima figura de autoridad ha ensalzado las armas?

—Dudo que el símil aplique —bostezó Larry, hastiado e intentado sujetarse a aquel sueño de su lancha y sus críos corriendo libres por una pradera desnuda.

—No te gusta que me meta con la religión, está bien —dijo John, malinterpretando la cara de enfado de Larry. He intentó arreglar la situación con otro símil—: Que tú promociones la Guía sin consumir hierba es como si una prostituta diera pláticas matrimoniales.

—Basta de símiles, John. No soy ni una puta ni el Papa, y… en todo caso, sería una “ex” prostituta dando pláticas matrimoniales, o un “ex” Papa hablando de lo práctico y conveniente de portar un arma. Pero… no quiero hablar de eso.

—Vamos, Larry, no te encierres ahora en tu caparazón. No te pido que tomes una decisión ahora, sólo quiero que contemples las posibilidades.

—No, John. No —dijo Larry, confundido—. Yo quería hablar contigo acerca de la posibilidad de no sacar al mercado la Guía, y, ahora, me estás haciendo pensar en si voy a ir o no de gira.

—Colega, todo está solucionado —dijo John con suma seguridad, al tiempo que se deslizaba de nueva cuenta sobre su silla rotatoria. Impulsado por sus pies, dio un par de giros, antes de frenarse y recargar sus codos sobre el escritorio y continuar exponiendo los términos de su estrategia—: La Guía se publicará y, como un favor especial a ti, haré que en la contraportada se lea tu experiencia como un no fumador. No ocultaremos nada. Tenemos que seguir fieles a nuestros principios, pues, sin ellos, nada de esto tendría sentido. Y de las giras —añadió, imprimiendo a su voz aquella suficiencia propia de los grandes hombres de negocios—,  no le des más vueltas a ese asunto, si vas, será un placer, como lo ha sido por los últimos ocho años, y si decides no ir, sabré comprender.

—No sé si he sacado nada en claro, John. El sólo hecho de hablar contigo es suficiente para sentirme colocado.

—Tomaré tus palabras como un cumplido.

Los dos hombres, satisfechos con los resultados de su discusión (cualesquiera que éstos hayan sido), reclinándose en sus asientos, dejaron sus cabezas irse hacia atrás, mientras cerraban los ojos y pensaban en lo que habían obtenido de aquella charla.

John no tardó en sacar un estuche de baterías donde guardaba su hierba para el día. Y en una nada tuvo un canuto listo para encenderse. Larry aspiró aquel humo y fue quedándose dormido. Al final, poco había cambiado entre los dos.

Un par de meses más tarde, sin sospechar si quiera lo cerca que estuvo de jamás ver la luz del día, la Guía salió a la venta.

En la contraportada se apreciaba una foto de Larry, a cuyos pies venía un cuadro de texto que explicaba las actuales circunstancias de su relación con la hierba. La estrategia mercadotécnica funcionó y el libro fue un éxito. Los consumidores, al parecer, apreciaban la honestidad del ex fumador.

En el 2005 salió la segunda edición.

John pasó ese mismo año dando conferencias y firmando autógrafos, solo. La mayoría de los consumidores de hierba que se le acercaron durante la gira le preguntaron sobre la ausencia de Larry: “¿Dónde está tu colega, hermano?” “¿Dónde está el abstemio?” ¿La última vez que los vi, no eran dos?”

La Guía fue el último trabajo realizado conjuntamente por Larry y John.

Éste último, después de la gira, decidió invertir su dinero en la bolsa, comprando el tres por ciento de las acciones de una compañía de armas. Por suerte, al mes de haber realizado la compra, una guerra comenzó al otro lado del pacífico y su inversión se cuadruplicó, convirtiéndolo en un  joven millonario.

Actualmente prepara un programa de cocina para la televisión.

Por su parte, a finales del 2005, la colección The pot documents, de la editorial The printed Word, fue cerrada a causa de una tragedia.

Bartolome Horwitz murió ese año. Sufrió una sobredosis, mientras disfrutaba de unas vacaciones en Las Vegas.

Larry Nostromb, por su parte, se casó en septiembre de ese mismo año con la señorita Carla. Juntos intentaron llevar a cabo varias empresas, ajenas a la colección The pot documents, sin embargo, todas ellas concluyeron en tremendos fracasos.

Compraron un lote frente al mar, pero nunca pudieron construir en él, ya que la tierra en esa región estaba protegida por una ley ecológica que, años atrás, el mismo Larry había apoyado. Igualmente, intentaron tener hijos, sin éxito.

Clara atribuyó aquella circunstancia a un problema de fertilidad de Larry.

Finalmente, las dificultades mermaron la ternura entre los dos y en el 2006 ella decidió irse a la India a sanar su karma, no sin antes enviarle los papeles de divorcio a Larry, quien para entonces, destrozado sentimentalmente, había regresado a vivir a casa de su madre, en donde —en el mismo ático en el cual, años atrás, había germinado la semilla inicial de The pot documents— ahora se emborrachaba noche tras noche.

La Guía no sólo dio a conocer al mundo las atípicas recetas de John, sino, también, y en adecuación con la trama de este libro, la posibilidad de que una mujer consiguiera, en su viaje de tres días a Nueva York, el regalo perfecto para su pareja… quien, si es necesario decirlo, es un consumidor complacido.