Cicatriz


Capítulo suprimido de la novela Noche Malva

—Una cicatriz —continuó el anciano, lacónico—, como la de esa mujer que le atraviesa el rostro entero y la distingue de todos nosotros, en ocasiones puede ser el registro de una historia, la marca que sus vivencias han dejado, lacerando su rostro para no ser olvidadas. Puedes imaginar a un hombre celoso, quien, mortificado y espantado al pensar en un sinfín de infidelidades, toma una navaja y cruelmente traza esa línea por su rostro. Una historia trágica, sin duda. ¿Pero qué puede aprender la mujer de ella? Poca cosa, ¿no te parece? En cambio, ahora imagina esa cicatriz y piensa que ésta no fue hecha de un solo tajo y por un solo hombre, sino que ha venido dándose, deviniendo con el paso del tiempo. Ve a esa mujer cuando era una niña, alegre corriendo por el patio de su escuela. Algunos compañeros juegan con ella. Es un día soleado y los maestros prefieren que los niños jueguen al aire libre. Quizá, simplemente, es el receso y ella corre de un lado a otro. Su falda flota y sus piernas ágiles e infantiles brincan obstáculos, mientras su cadera le ayuda a esquivar compañeros de juego que desean atraparla. Ahora piensa en un dulce y tierno enamorado secreto que se abstiene de perseguirla. Él la adora pero calla su veneración. No sabe ni por qué razón ese sentimiento tan absurdo y hasta entonces desconocido se ha instalado en él. Mucho menos advierte los detalles que su febril alma detecta en la niña. Se siente, quizá, avergonzado. Y prefiere esconderse del mundo, ocultar su amor. De ninguno de sus compañeros ha escuchado algo semejante a lo que siente. Mientras tanto mira cómo los otros niños persiguen a la niña y ella les sonríe y la tierra suelta forma una nube alrededor de ellos. Ella pasa junto a su enamorado secreto y le dice algo o le hace un gesto. Desea incorporarlo al juego. Lo ve en su esquina, tímido y abstraído, y no puede entender cómo alguien en un día tan hermoso querría quedarse ahí, solo y arrinconado. “Ven, tonto, juega”, le dice ella, o alguna variante de esa frase. El encono y la frustración se arremolinan dentro del pobre niño quien no logra comprender que una sombra se ha postrado sobre de él y que momentáneamente ha perdido el control de su voluntad, arrastrándolo a salir corriendo tras la niña, hinchado de furia, hasta darle alcance y empujarla con fuerza. Él ríe. Piensa que todo ha sido un juego. No deseaba lastimarla. Pero la cara de la niña ha caído de lleno sobre un montículo de piedras, algunas de ellas afiladas y ahora sobre su rostro escurre un líquido rojo y una incipiente línea se dibuja entre su carne abierta. Hasta aquí la historia no dista mucho de la del hombre celoso y su presta navaja. Tanto el hombre como el niño actuaron bajo el dominio de una fuerza superior a ellos que ninguno de los dos supo controlar o comprender. Claro, la diferencia de edades desfavorece al hombre, quien atendiendo a su juicio pudo evitar empuñar su navaja. ¿Pero, acaso el niño no pudo a su vez haber mirado a otra parte, hacerse el desentendido y lidiar con sus sentimientos de otra forma? Sí, claro, todos podemos ser mejores. Pero el caso es que no lo somos. Lo importante es que el incidente, por desafortunado que haya sido, le dice algo a la niña, la acerca a un mundo desconocido, quizá no en el instante mismo en que en la enfermería un médico improvisado le zurce el rostro, mientras en el patio los demás niños son acarreados de vuelta al salón por unos atemorizados profesores quienes ahora tan sólo pueden pensar en el escándalo que la madre de la niña ejecutará cuando esa misma tarde, tan sólo un par de horas más tarde, se entere que el tierno rostro de su hija ha quedado desfigurado. ¡Y había heredado su belleza! Pero unos cuantos años más tarde, cuando sea una adolescente o aún después, cuando ya sea una mujer, aquella marca le hará recordar a aquel compañero que no pudo controlarse y en un arrebato arremetió contra ella, empujándola y haciéndola caer de cara contra un montón de piedras. ¿Y cómo eran esas piedras? ¿Por qué estaban justamente ahí? ¿A qué jugaba esa tarde? Y más importante, ¿qué fue lo que pasó? ¿Por qué ese niño la empujó de tal manera? ¿Por qué esa tarde habría de cambiar su vida cuando ella tan sólo se divertía? Por otra parte, quizá ni siquiera recuerde a su compañero o al patio de su escuela y la marca que lleva en el rostro y que todos los días que se para frente al espejo está ahí, cayendo desde la frente, pasando entre sus ojos, descendiendo curvamente su nariz hasta detenerse a una nada de los labios, no le dice nada, excepto que la detesta, aunque en veces realza sus facciones y una que otra vez sirve para contarle a algún extraño una historia oscura o alegre, según se encuentre ese día su humor, de no ser porque esa marca supurada esa tarde en la enfermería de la escuela ha sido abierta al menos un par de veces más. Y es entonces cuando la cicatriz comienza a hablar, a tener un sentido más allá del que le dota el mero accidente. Unos años después, la niña es una adolescente e involuntariamente presencia el divorcio de sus padres. La situación le es incomprensible. Su padre se va de la casa y ella y su madre se quedan. La cicatriz respira. Ha pasado los últimos días intentando aferrarse a algo que le ofrezca un sentido, un porvenir menos sombrío. Pero la realidad es que tan sólo ha visto a su padre meter sus objetos en distintas cajas, hasta que llegado el momento estiba éstas en la cajuela de su coche y desaparece. Desconsolada ante la visión de la calle desierta, en la cual instantes antes su padre se despedía de ella y le aseguraba que esto era normal y que ella no tenía porqué culparse a sí misma, la niña entra desconsolada a su habitación y se avienta encima de la cama destendida. Si no deseas concederme un poco de tu confianza, al menos ofrécele al destino el beneficio de la duda. Pues entre las enmarañadas sábanas y demás objetos arrojados sobre la cama, se encontraba una afilada piedra de jade, objeto que su padre había dejado ahí como regalo de despedida y el cual deslizó su filo sobre el rostro de ella, siguiendo la línea ya indicada. La madre entra alarmada por los gritos de su hija y ya puedes imaginar el resto de la escena. Los años pasan y ella crece y conoce el amor de los hombres y comienza a creer comprenderlos un poco, mientras en su rostro aquella marca punzante la mantiene atenta y le recuerda que la irracionalidad es parte del juego. También se ha ido de casa y ahora es un ser independiente y este estado le confiere cierta confianza y fiereza. Es ahora una mujer bella e inteligente y una noche decide salir con una amiga a una fiesta. Los hombres la miran entrar y ella camina con confianza y se desenvuelve libremente entre ellos. Se sabe hermosa y no se avergüenza de ello. Al contrario, su altivez le confiere un brillo peculiar que realza aún más sus delicadas facciones. No desea entregarse a un solo hombre; eso sería demasiado soso, cuando puede acaparar la atención de todos. La noche transcurre y ella platica un poco con varias personas, hasta que finalmente una antigua pareja suya se le acerca y le pide que reconsidere y le abra su corazón. Ella apenas puede resistir las ganas de mofarse en su cara. ¿Reconsiderar? ¡Qué payasada! Pero se controla y tierna y pacientemente le dice que ya lo ha hecho y no hay nada más que decir, así son las cosas, así es el mundo y no podemos hacer otra cosa más que soportar estoicamente sus zarpazos. El enamorado insiste. Piensa ver en sus ojos una duda y quiere aferrarse a ella. Una amiga se acerca para ver si todo está bien. No hay problema. Se va. La mujer de la cicatriz comienza a perder la poca paciencia que le quedaba ante los indignantes ruegos de su enamorado. Ve sus labios moverse al hablar y detesta como estos se doblan un poco al final de cada oración. Aborrece sus ojos y la manera en que su pelo cae ligeramente sobre su frente. Sus manos, su incipiente barba, su olor agrio y su escaso humor son pequeños alfileres que se clavan en su despierta y atolondrada alma. Desea deshacerse de aquel llorón. Él la mira y le habla con suavidad. La música es estruendosa y la luz escasa. El humo se pasea libremente por el lugar. Los rostros van y vienen en un torbellino de sensualidad. Ojos y narices. Manos. Brazos. Los cuerpos flotan en aquel espacio sin tocarse pero ligeramente atraídos los unos a los otros. Ella finalmente empuja a su enamorado, le grita que deje de molestarla y que se esfume, después gira con vehemencia intentando dotar a sus jóvenes e inexpertos movimientos de dramatismo. Y en el sinsentido de todo aquello, con toda la fuerza que imprime a su huída se estampa contra la esquina de una escalera de acero, abriendo nuevamente aquella vieja amiga, de la cual ahora gorgotean jirones de espesa sangre. Y el círculo se cierra, de alguna manera. El bagaje sentimental de aquella cicatriz crece y estira sus tentáculos alrededor de cada aspecto de su vida. ¿Qué te dice esa cicatriz? Yo podría estar mintiendo y esa marca en su rostro tan sólo ser el recuerdo de la navaja de un viejo amor o algo aún más insulso. ¿Qué ves tú? ¿En qué mundo deseas vivir? Pero qué estoy diciendo, eso tú ya lo sabes.

El viejo se acerca a la mujer y le extiende su mando, ofreciéndose como pareja de baile. Los dos cuerpos giran uno pegado al otro, mientras la música crece e inunda el teatro entero. Las dos figuras papalotean por el escenario hasta que el volumen del sonido va ahogándose lentamente. Al final, sólo queda el hombre sobre la silla y el amorfo rasgueo de las cueras del violonchelo, hasta que el telón cae.

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Desde la ventana del doceavo piso la luna menguante parecía un adorno de cartón o la publicidad de unas toallas sanitarias. Julia vestía una playera con Madonna estampada en colores estridentes que se ajustaba a su elástico cuerpo como un condón lubricado, y Julián, que intentaba pasarse los restos de la noche con una cerveza de importación que ella había extraído del refri antes de dejarlo solo sobre el sofá marrón para irse a quitar el vestido y ponerse algo más cómodo, pensó, al verla en aquella playera, que Julia parecía un pene erecto y expectante con el glande apuntando fervorosamente al cielo nocturno como si no pudiera contenerse y tuviera que ensartarse cuanto antes.

Los dos parecían recién sacados de sus empaques. Eran jugadores nuevos que pretendían ser el uno para el otro expertos consumados y sus trucos funcionaban sólo porque cada uno de ellos era tan neófito como el otro. De existir y haberlos creado, ésta habría sido la comedia que su dios habría sintonizado un domingo por la tarde.

Pero en aquel palacio de cristal no había lugar para dios o para cualquier consideración que ralentizara el inminente choque de sus jóvenes cuerpos.

Cuánto apresuramiento, cuántas ganas de poseerse, cuánta energía desperdiciada, cuánta cerveza y cuánta marihuana y cuánta juventud.

La receta se escribió hace años y los ingredientes se renuevan cada temporada, cada primavera vuelven a caer de sus árboles cuando han madurado y son recogidos por una mano experta y dispuestos sobre la mesa para mezclarse con el resto y el próximo año vendrán nuevos frutos y nuevas modas pero en el fondo el sabor será el mismo.

Y Julia había nacido para esto; recostada sobre la alfombra con sus piernas alzadas sobre el sofá, exhalando el humo luminoso del porro armado en el calor del momento y sus ojos negros clavándose con la dignidad de un ruego silencioso en la mirada nerviosa y estupefacta de Julián, semejaba la esposa predilecta de un sultán.

Esto es sentirse querida, se dijo al tiempo que el humo blanquecino la atravesaba con el bramido de mil delirios y en sus entrañas iba abriéndose paso una confianza inusitada y desconocida, una confianza en ella misma, en la mujer que habitaba en ella y a la que había aprendido a ocultar del mundo.

Aquella mujer tirada sobre el suelo del departamento #1205, su perfil reflejado en los ventanales, sus piernas descansando sobre los muslos de aquel hombre que apenas comenzaba a conocer, era una mujer querida, pero no por Julián, quien aún no había aprendido a querer, sino sólo a repetir los gestos propios del enamorado. Julia era querida en ese momento por ella misma, porque se lo había permitido, porque se había concedido dejarse sentir y llevar y sentirse plena y bella, mortal y eterna, frágil e indestructible y era el tonto sagrado y la luz creadora de sombras, la alegría que está a punto de caer. Había visto cariño en los ojos de Julián, pero este sólo era el reflejo del suyo.

La casa de los espejos. La ciudad de cristal. El reflejo de ellos en el ventanal. Figuras de luz sin consistencia propia. Espejismos del corazón que aparecen fugaces en el yermo de la insensibilidad urbana.

Y después beber la copa de la traición porque resulta más dulce que la del autoengaño. Injuriar y luego prometer jamás dejar el caparazón de nuevo porque la piel es blanda y los lobos se disfrazan de ovejas y la subida no vale el descenso abrupto y estrepitoso.

Y Julián perdido en sus reflejos, buscando a tientas la salida del mundo en el cual lo han encerrado. Ha llegado alto, está en el doceavo piso desde donde puede contemplar la ciudad por lo que es, un matadero interminable, una piedra de sacrificios que debe ser alimentada constantemente, el hocico de un dios animal, un predador sagrado que demanda sangre y más sangre, pero especialmente, desde el doceavo piso puede verse a sí mismo en su justa dimensión y lo que ve le desagrada, pues en su rostro sospecha mil máscaras superpuestas y sabe que le espera un largo camino si desea algún día encontrarse frente a frente con sus propios gestos. Y su cariño es una impostura más, el cuento de cuna que uno de sus mil rostros le susurra al oído, he intenta advertir a Julia, hacerle saber que ni él ni ella se encuentran ahí, que sus auténticos seres están en otra parte, fuera de la ciudad, en un lugar que no puede verse incluso desde la altura del doceavo piso.

Pero aún no tiene las palabras para expresarse. Y además Julia no tiene la disposición para entender el barullo de sus ecos y hoy la felicidad aprieta en los muslos y escoce los pezones y aunque el dolor mañana la desfigure hoy ella es la predilecta de su sultán.

Caer del doceavo piso le haría menos daño. Y vendrán más caídas y quizá ninguna dolerá como esta, y la posibilidad de que Julia pueda llegar a ver el inminente abandono de Julián como el único acto de cariño que tuvo hacia ella es mínima. Pero está bien, esa es la naturaleza y el encanto de los actos sinceros que cometemos insospechadamente como si nuestra mano fuera conducida por una fuerza desconocida e irresistible que algunos llaman predestinación.

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Bar Hemingway

Ahora el lugar lleva su nombre pero en aquellos años ir al bar del Ritz era un lujo que Hemingway podía costearse sólo cuando recibía el pago por uno de sus cuentos, lo cual no sucedía a menudo. A diferencia de él, Fitzgerald, tan inclinado a la ampulosidad y al despilfarro, era un cliente habitual. Hoy en día el Bar Hemingway parece un lugar perdido en el tiempo y sus propios recuerdos. Sus espejos, candelabros, marcos dorados, sillas y sofás tapizados de gamuza escarlata, sus techos altos abovedados, su alfombra carmesí y el cedro de su barra parecen elementos de un mundo olvidado en el cual uno sospecha que en el humo de cigarros y puros consumidos años atrás aún se esconden las carcajadas e increpaciones, los susurros y secretos de los hombres y mujeres que compartieron unas horas y unos tragos protegidos por los suntuosos muros del bar y las finas telas de sus trajes y vestidos. En este mismo espacio inmune a los crueles designios de Cronos trabajó por más de 30 años Georges Moreau. El Ritz fue su hogar por más tiempo, pues el joven Georges fue chasseur antes de ascender a la barra y convertirse en el querido barman de aquel legendario lugar, posición que ocupó hasta su muerte en febrero de 1964.

Su vida habría pasado desapercibida para el mundo, acaso por una ligera mención en París era una fiesta, de no ser porque en 1984 su nieta decidió vender su diario. ¿Qué valor podría tener el diario de un barman? Juliette Moreau se hizo esta pregunta en varias ocasiones, especialmente cuando era hora de mudarse de apartamento y entre sus cosas aparecía aquella rugosa libreta bermellón. En aquellos años la joven intentaba estudiar comercio por medio de las becas estatales que pudiera conseguir y poco le importaban las consideraciones de su abuelo. No despreciaba que su abuelo hubiera sido un barman, no era una joven superflua que se avergonzara de la humildad de sus orígenes, pero tampoco se hacía ilusiones en cuanto a lo que la gente llama la sabiduría del hombre común. Su abuelo había sido un hombre afable, recuerda, algo afeminado, para quien las cortesías y títulos sociales poseían un gran peso, un trabajador infatigable y un responsable hombre de familia.

Al llegar un día a su hogar, Juliette encontró una carta con el sello del Ritz. Era una invitación para celebrar el veinteavo aniversario luctuoso de su abuelo. Le costó trabajo creer que aún lo recordaran y todavía más que estuvieran dispuestos a celebrarlo. Claro, consideró, dejando la carta abierta sobre su buró, después de todo el viejo trabajó más de 40 años para ellos. Eso poco importa en estos días, pero esos vejestorios aún respetan el honor.

En la fiesta Juliette no sólo se sorprendió de la cantidad de gente que recordaba a su abuelo sino lo que ésta decía acerca de él: Cuántas cosas habrá visto Georges. Ese viejo sabía más que una enciclopedia. Lástima que tuvo que llevarse sus secretos a la tumba. Si aún viviera le publicaría sus memorias sin rechistar.

Al llegar a casa no resistió la tentación y buscó aquel diario. Lo leyó hasta el amanecer. La caligrafía era perfecta. Sus frases eran sencillas y claras. Juliette desconocía la mayoría de los nombres que aparecían en aquellas hojas amarillentas pero supuso que debían ser clientes habituales y reconocidos. Al amanecer cerró el diario y se dijo complacida: He encontrado una beca.

Al año siguiente el libro había alcanzado el noveno lugar en ventas.

A juzgar por sus sentencias, Georges Moreau era un hombre discreto y juicioso. Mucha gente adquirió el libro pensando encontrar secretos vergonzosos de algunas personalidades pero debieron sentirse defraudados al descubrir que el autor de aquel diario, aunque sí mencionaba a los famosos que durante tres décadas se acercaron hasta su barra pulida y siempre limpia, tan sólo describía los rasgos virtuosos de sus clientes, sus finos modales y las delicadas cortesías que le brindaban.

“Hoy Karen lucía derrotada y agotada, sin embargo su trato sigue siendo tan dulce como un rosado afrutado”, escribió Georges el 24 de Julio de 1956. “No puedo dejar de pensar en ella como la baronesa von Blixen, aunque hace ya demasiados años que se divorció del Barón. Para animarla un poco le mencioné que hace unas semanas Hemingway había estado sentado en ese mismo lugar hablando de los viejos tiempos y que la recordó con mucho cariño. La ex baronesa sonrió. Mencionó que su libro acerca de África era uno de los mejores, añadí. El eterno don Juan, aún a nuestra edad no puede evitar cortejar, sonrío Karen”.

5 de agosto de 1949:

“Los turistas no paran de preguntar por Fitzgerald. Dicen que fue un gran escritor y supongo debió escribir acerca de este bar pues todos los visitantes aseguran que era un asiduo. Me avergüenza no recordarlo. No dudo que haya estado aquí varias noches. No lo considero un mentiroso. Pero llevo años detrás de esta barra e intento prestar atención a todos nuestros clientes. Procuro recordar sus rostros, nombres y bebidas predilectas. Incluso recuerdo las bebidas de sus acompañantes y si éstas son sus esposas o amantes, lo cual puede ahorrarnos situaciones incómodas. Por más que me esfuerzo no logro recordar a Fitzgerald. Supongo que era uno de esos personajes que no conviven con el servicio. Hay clientes así. No los culpo, finalmente han decidido gastar su dinero aquí y son libres de hacer lo que gusten. La mayoría de los clientes se sientan frente a la barra y mientras esperan a sus amistades entablan conversación con nosotros. Pero otros sólo están allí, mirando el espejo, degustando su trago mecánicamente, sin vernos, como si fuéramos transparentes. Supongo que Fitzgerald era uno de ellos. Mientras tanto tendré que seguir diciéndole a sus seguidores que claro que me acuerdo de él y que solía sentarse en aquella silla y siempre estaba acompañado de gente hermosa y su risa brillaba como un lingote de oro. Lo que sea con tal de mantener la leyenda de este lugar viva”.

5 de Abril de 1956:

“Ayer el viejo Hem estuvo en el bar. Ahora es un anciano con barba blanca y ha ganado premios de sobra. Tengo que confesar que no puedo dejar de verlo como el joven vigoroso y atolondrado, sin un franco en el bolsillo, que hablaba atropelladamente del valor y la guerra, y el amor y su fuerza y los sacrificios que su esposa hacía por él sin echarle nunca en cara su pobreza, y las ideas, miles de ellas, que tenía para sus libros. La literatura debía ser fuerte y honesta, decía, sin sospechar que al decir aquello en verdad hablaba de su corazón, vigoroso y transparente. Sinceramente me alegro de su éxito. Sin embargo, como todos nosotros, no pudo evitar los embates del tiempo. Hem ha envejecido. Sigue fuerte como uno árbol de los vírgenes bosques de su Norteamérica, pero las angustias de la muerte empañan ya sus ojos Hablamos de los viejos tiempos y de los antiguos clientes y en un momento, como si ahuyentara la nostalgia, sacudió su mano en el aire y dijo: Toda esa gente ya está muerta. No por eso estamos obligados a olvidarlos, dije. Al escucharme, Hem alzó su mirada y sonrió. Ustedes los franceses no pueden evitar ser románticos, barbulló. Y ustedes los americanos, pensé en decirle, parecen enamorados de lo nuevo y no pierden tiempo enterrando el pasado”.

5 de julio de 1961:

“Llevo años sin escribir de noche pero hoy el sueño se me ha perdido. Y no es para menos. Jacques pasó al bar y me dio la noticia. Hem ha muerto. Se ha quitado la vida. Me resistí a creerlo. Jamás he conocido a nadie que ame tan apasionadamente la vida. Fue una velada lúgubre. Brindamos por él en repetidas ocasiones y recordamos algunas de sus noches aquí entre nosotros sus hermanos parisinos. Y entonces comprendí. Lo vi sentado frente a la barra, como la última vez, como tantas veces, viejo, cansado, atravesado por una inmensa tristeza, cargando sobre sus hombros el peso de sus años. Estaba claro. Tenía tanta vida dentro de sí que nada podía matarlo. Sólo él podía hacerlo y lo había hecho y no había nada que hacer. Las noches sin él, pensé, serán menos emocionantes”.

 

18 de septiembre de 1962:

“La ex baronesa Von Blixen murió ayer. Soy demasiado viejo para estas cosas. Mi corazón se ha vuelto insensible. Quisiera llorar por ella, pero lo único que hago es repetir: Toda esa gente ya está muerta. Toda esa gente ya está muerta”.

6 de marzo 1963:

“¿Habré muerto sin saberlo? ¿Seré ya sólo un espíritu? Toda esa gente ya está muerta y yo aparento seguir aquí”.

7 de febrero de 1964:

“No puedo levantarme de la cama sin que mi corazón se acelere y el sudor corra por mi frente. No me jubilaré. Moriré en esa barra, junto a todos esos muertos”.

Georges murió ese día, justo como había escrito esa mañana, un ataque al corazón lo fulminó mientras sacaba brillo a su barra de cedro. Su lugar de trabajo lleva ahora el nombre de uno de sus clientes más prominentes y cada 7 de febrero los últimos hombres con vida que aún lo recuerdan se juntan en el Bar Hemingway en su honor. Algunos aseguran haber visto en el espejo del lugar su reflejo, Georges vestido de blanco, con su corbata negra y su pelo bien recortado, pero es posible que esto se deba más a las copas ingeridas y las horas de juerga que a una manifestación sobrenatural.

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