La celda de Juan

No lo invité a la presentación de la Antología en el Zárraga. De hecho, desde aquel día en los Hernández pensé muy poco en él. Sin embargo, meses después de aquel encuentro, allí estaba, sentado entre el público, su barba crecida, sus kilos extras desparramados sobre el asiento, acompañado de un individuo que parecía ser su versión defectuosa, un Arturo Lara delgado y consumido por un dolor innombrable.

Sandro Valdivia no pudo acompañarnos, un dolor estomacal lo tenía postrado y rogando clemencia. Así que en la mesa de la presentación éramos solamente Araceli Gómez, encargada principal del proyecto, Salvador Carrasco, yo y la presentadora. Aquel era el momento culminante del proyecto y no podíamos esconder nuestra felicidad. Nos habían sugerido que cada uno de nosotros hablara entre 10 y 15 minutos, pero Araceli, quien originalmente tuvo la idea de la antología, no pudo resistirse y por poco más de media hora habló del proceso de recopilación, de los poblados que habíamos visitado a lo largo de diez años, de la riqueza depositada en esas narraciones orales, y cómo éstas fungen como transmisoras de conocimiento y a la vez aglomeran socialmente a la gente tan dada a la soledad en aquellas inhóspitas regiones. Las poco más de treinta personas que se dieron cita en la sala 2 del Museo de Arte Contemporáneo Ángel Zárraga  esa noche disfrutaron las anécdotas que Salvador contó acerca de sus viajes a la sierra. Por mi parte intenté darle al público una visión general de cómo se había dado el proceso editorial. Por supuesto, en mi exposición edité las conversaciones que se habían dado entre Sandro y yo durante más de un año que poco o nada tenían que ver con la publicación de la Antología. ¿Qué podría importarles el verde acqua de las puertas de Babilonia o la preocupación de Sandro por los libros gruesos que se deshojan fácilmente y son imposibles de leer porque cansan los brazos del lector?

Al concluir la presentación, la universidad ofreció un coctel en el patio central del museo, del cual desafortunadamente no pude disfrutar porque cayó en mi la responsabilidad de atender el pequeño stand que habíamos colocado en uno de los pasillos para la venta de la Antología. De los 50 ejemplares que habíamos traído ese día, se fueron 32; mucho más de los que teníamos proyectado vender. Esta situación me obligó a dejar solo el stand en varias ocasiones para ir a feriar un billete al Oxxo que está en la esquina. Mientras tanto, Araceli y Salvador disfrutaban su vino y canapés a mitad del patio, respondiendo con una sonrisa de satisfacción las preguntas que los interesados les hacían.

Haciendo el trabajo sucio, como siempre, dijo alguien detrás de mí.

Qué sorpresa, Arturo, dije, al girar y encontrarme con su inmensa corporeidad.

Felicidades.

Gracias. No esperaba verte aquí.

Ya estamos a mano. Tampoco esperaba verte en el funeral de mi abuelo.

Tienes razón. Supongo que estamos a mano.

El individuo que lo acompañaba había desaparecido. Comencé a dudar si en realidad había venido alguien con él o si me lo había imaginado. Después de todo, aquella persona que había visto sentada junto a él durante la presentación se parecía demasiado a Arturo, a tal grado que existía la posibilidad de que se tratara solamente de una ilusión, una especie de desdoblamiento de la personalidad transitorio.

Era Rodrigo, mi hermano menor, respondió Arturo, cuando le pregunté si había venido con alguien. Le pedí que me acompañara, pero en cuanto tuvo la oportunidad se largó.

Ya se me hacía que se parecían mucho.

¿En serio?

Por supuesto. Son idénticos. Bueno, si él ganara unos kilos o tu perdieras unos cuantos.

No me pareció correcto en ese momento mencionarle la otra diferencia, más sutil y a la vez más radical. Rodrigo no sólo era delgado, sino, de lo poco que pude apreciarlo esa noche, poseía un elemento turbio, no quisiera decir maldad, pero había algo en él que lo ensombrecía, una serie de características escurridizas que resinificaban los rasgos que compartía con su hermano, inclinando la composición general de su rostro hacia el de una personalidad sombría.

No podríamos ser más distintos, concluyó Arturo.

Discúlpame, lo interrumpí, cuando una pareja llegó al stand a comprar un ejemplar.

En algún momento, Araceli se me acercó y dejó una botella de vino en una de las cajas vacías.

Me imaginé que podrías tener sed después de trabajar tanto, me dijo, sonriendo. Estaba algo tomada y la alegría la desbordaba.

Cuando ella se integró de nuevo al convivio, saqué la botella y se la ofrecí a Arturo. La gente seguía comprando ejemplares, pero cada vez tenía más momentos de descanso entre cliente y cliente. Mientras estudiaba el ejemplar que había adquirido, Arturo me preguntó si había escuchado la historia del Puma y el Lobo. Le dije que no y él mencionó que se trataba de una leyenda de la zona del Mezquital.

Una especie de narración oral muy particular de la región, dijo. No es tan antigua como algunas de las que vienen aquí.

Golpeó con sus nudillos la tapa de la Antología y me ofreció la botella. La gente comenzaba a irse del museo.

De hecho, continuó, es bastante moderna. Relata algo que sucedió en los 80. Supongo que es parte de nuestros nuevos clásicos.

Le repetí que no había oído hablar de ella y entonces Arturo me contó a grandes rasgos la leyenda del Puma y el Lobo. Era una historia de narcos. Un par de socios. Uno de ellos coleccionaba animales exóticos y el otro, apodado el Lobo, un buen día lo traicionó. Así que, resumiendo, el primero decidió meter a su socio en la jaula de un puma. Por lo que me dice Rodrigo la historia era famosa en los alrededores del Mezquital, hasta los niños de diez años la habían escuchado al menos una vez en sus vidas. A pesar de su supuesta popularidad, no me interesó mucho la historia. Leyendas como esa abundaban en la actualidad. Todos tenían una anécdota acerca de un narco, un militar, una traición, un cargamento, una redada, etc. Para mí esas historias no sólo carecían de valor, sino resultaban contraproducentes, pues, a mi parecer, ensalzaban la violencia, funcionaban como una especie de apología de los narcos. Sus vidas no me interesaban en lo absoluto. Detestaba el terror que habían esparcido en la región. Deseaba que desaparecieran lo antes posible y mucho menos me interesaba recordar sus pseudo hazañas en leyendas que adquirían la forma de corridos o narraciones orales.

Te entiendo, me dijo Rodrigo, pero ¿de dónde crees que surgieron esas historias que recopilaste en este libro?

Gran parte de ellas son mitos fundacionales, historias que la gente se cuenta para entender sus vidas y su entorno.

Eso está muy bien, ¿pero de dónde surgieron?

¿De la imaginación de la gente?

De la violencia, Eugenio. Si te remontas al momento en el cual surgieron esas narraciones descubrirás que están bañadas en sangre. Entiendo que te desagraden las historias actuales de los narcos. Son ofensivas y reproducen comportamientos aberrantes. Pero no hagas a un lado el hecho de que esas historias surgen y son contadas porque tenemos la necesidad de escucharlas, porque ellas nos permiten entendernos, en ellas aparecemos, a través de ellas nos formamos una idea cabal del mundo en el cual vivimos, no del mundo en el cual nos gustaría vivir. Puedes ser un romántico y desechar estos neo mitos por considerarlos vulgares o puedes escucharlos y hacerte una mejor idea de dónde estás parado.

Bastante decadentes me parecen ya hoy en día como para imaginar que en cien o doscientos años seguirán sonando estas historias.

No te lo tomes tan a pecho, serán sólo leyendas. Si te sirve de consuelo, los nombres de los individuos no importarán. Nadie los recordará ni habrá monumentos en su honor. Solamente una minúscula parte de ellos trascenderá a través de esas historias. Toma por ejemplo la leyenda de Juan el Valiente, el tipo que encerraron en la celda de la cual nadie salía vivo. ¿Cuántos años tendrá esa historia? ¿Cuántas veces la hemos escuchado y cuántas más la hemos contado? Es parte de nuestro bagaje. Tanto tú como yo, como todos los aquí presentes, saben que al final Juan sobrevive la noche en esa celda y sorprende a sus custodios al mostrarles el alacrán de proporciones míticas que atrapó y que fue la causa de que los presos anteriores a él amanecieran muertos. Juan. El nombre más genérico. Ese nombre borra la verdadera identidad del héroe. Pues la historia no se trata de él, del individuo de carne y hueso, sino del alacrán. La finalidad de la historia es recordarnos que esta tierra está plagada de alacranes, que ellos son el peligro al que nos enfrentamos constantemente. El alacrán es el verdadero protagonista. Lo mismo sucede con la historia del Puma y el Lobo. Si te fijas, sus verdaderos nombres ni siquiera aparecen. Los narcos son lo que menos importa. El punto central de esta leyenda contemporánea es la traición. Esa es su enseñanza. Esa es la razón por la cual la gente sigue contándola y seguirá haciéndolo.

Creo que fue un error no consultarte antes de publicar la Antología.

Me habría encantado echarles una mano. Viviendo en el rancho me entero de cada cosa. Hablando de eso, ¿cuándo me vas a tomar la palabra de ir a pasar unos días allá?

Por lo que me cuentas, podemos irnos hoy mismo.

Eso es todo, Eugenio. Pero tengo que estar un par de días más en la ciudad. Además tú y tus compañeros tienen mucho que celebrar hoy. No todos los días se publica un libro.

Puedes acompañarnos, si deseas. Al terminar aquí, iremos a la casa de Araceli. Queda a unas cuadras de aquí.

Por suerte Arturo aceptó mi invitación y en cuanto terminamos de empacar los libros sobrantes y agradecer a la gente del museo por su apoyo nos fuimos caminando a casa de Araceli.

Y digo por suerte porque de esa manera tuve la oportunidad de escuchar más anécdotas de Rodrigo. Historias fantásticas y absurdas, fantásticamente absurdas o absurdamente fantásticas. Historias sacadas directamente de ficciones baratas. Historias que parecían ser el producto de una mente ociosa y delirante. Por ejemplo, Rodrigo afirmó que varias personas en la región del Mezquital aseguraban haber visto un oso polar rondando por los bosques. No sólo eso, se decía que un individuo había comenzado a cobrar por entrar a su casa para que la gente viera a un tucán enjaulado que él mismo había atrapado.

Estas historias no tienen sentido, le dije a Arturo. Esa gente debe estar muy aburrida como para andar inventando cosas así. Esos animales no son de esta región.

Pero hay una explicación, aseguró Arturo. En la historia del Puma y el Lobo ¿recuerdas al narco aficionado a los animales exóticos?

Era para no creerse.

Morbo

Los viajes a los poblados serranos por parte de la secretaría de educación seguían cancelados, pero al menos Sandro Valdivia me había dado las pruebas de la Antología de Narraciones Orales para su visto bueno. Este pequeño logro mantenía vivo el espíritu de mi grupo de trabajo, el cual llevaba meses sin darle seguimiento a sus proyectos educativos, y muy probablemente nuestro trabajo de alfabetización de los últimos 5 años estaba sufriendo retrocesos irreparables. Ante este daño catastrófico, al menos nosotros docentes así lo veíamos, más de uno de mis colegas quiso realizar un viaje de forma independiente, es decir, sin el permiso de la secretaría, lo cual era inviable, irresponsable y altamente peligroso. Ninguno de nosotros había viajado a la sierra en el último año, pero las historias que escuchábamos no eran alentadoras. Si algo llegaba a pasarle a uno de nosotros mientras desempeñaba una actividad dictada por la secretaría, al menos de esa forma estaba cubierto, los seguros se harían cargo. Pero si actuábamos de forma independiente a la secretaría, entonces estábamos completamente vulnerables. Nada nos protegería. Aun así, a sabiendas de esto, llegamos al grado de tener que quitarle las llaves de su vehículo a un compañero, literalmente, y escondérselas, cuando éste se enteró que cierto poblado, con cuya gente él había trabajado más de tres años, había sido incendiado por los narcos.

Sin poder ir a esos lugares y ser testigos presenciales, teníamos que quedarnos con las versiones que nos llegaban. Historias oídas por alguien y retransmitidas por otro. Una cadena de rumores que viajaban por la sierra y bajaban a Durango. Imposible saber si en verdad aquellas atrocidades estaban sucediendo o si acaso las historias en su camino se encontraban con algún narrador aficionado a las hipérboles.

Escóndanle las llaves y pónchenle las llantas, bromeó Sandro cuando le platiqué la situación que se había dado con mi compañero. La cosa está que arde. Ni para asomarse.

Esa misma tarde, Sandro Valdivia me entregó las pruebas y en nuestra plática mencionó que don Damián Lara había fallecido la noche anterior.

Te lo menciono porque, si no mal recuerdo, eras amigo de uno de sus nietos.

Sí, de Arturo.

Pues lo van a estar velando en los Hernández. A lo mejor quieres darte una vuelta.

Le agradecí la información y me despedí ese día de él. Al salir de la editorial de la universidad me dirigí a casa de Araceli Gómez y entre los dos comenzamos a leer las pruebas de la Antología. Aún no nos acostumbrábamos a la idea de verla publicada en tomos. Desde un inicio la habíamos estructurado las narraciones por regiones. Esa era la división natural de la obra y al prepararla para su versión en tomos nos encontramos con una infinidad de problemas. Por ejemplo, las secciones por región variaban en tamaño y si las agrupábamos en parejas, la que sobraba quedaba o muy grande o muy pequeña, dependiendo cuál sección dejáramos sola. En algún punto Araceli incluso sugirió cambiar la estructura y agrupar las narraciones no por regiones sino por temas. Aquellas discusiones al menos tuvieron la suerte de mantener al equipo ocupado. Al final del día nada cambió. Las pruebas del primer tomo que esa tarde revisábamos incluían dos regiones.

Mientras leía aquellas pruebas no podía sacarme de la cabeza a mi antiguo compañero de escuela, Arturo Lara. Tenía años sin verlo y nadie esperaba que asistiera al velorio de su abuelo, al cual nunca conocí. Pero cada momento la curiosidad de saber cómo era su familia iba ganando terreno dentro de mí. Recordaba a Sandro mencionar la fortuna de los Lara y cómo aquello desentonaba con la imagen que durante años había guardado de Arturo. De alguna manera, aquel velorio era la oportunidad de empatar esas dos historias, de contrastarlas y fundirlas en una sola realidad. Por supuesto, no se me escapaba que ésta era una de las peores razones que existen para asistir a un evento así. No me veía como el tipo de persona que asiste a un velorio por morbo. Pero tuve que aceptar mi propia mezquindad a fin de saciar a mi curiosidad.

Le dije a Araceli que tenía un compromiso y que regresaría a ayudarla con las pruebas en un par de horas.

Ni siquiera tuve que entrar a los velatorios para saber que alguien influyente había muerto; cualquiera que pasara simplemente por la banqueta lo sabría por la cantidad de autos de lujo que se amontonaban frente al lugar, cada uno con su respectivo chofer incluido. Debo admitir que aquella ostentación me hizo sentir que había tomado la decisión correcta al asistir a pesar de mi deplorable motivación para hacerlo.

Al entrar inmediatamente fui consciente de mi primer error. Mi ropa no era la adecuada. Y aunque me hubiera tomado la molestia de ir a la casa para ponerme algo más ad hoc, jamás habría alcanzado con mis modestos trapos el nivel de elegancia y refinamiento que desfilaba en ese lugar. La siguiente cosa que llamó mi atención era la cantidad de gente que se había dado cita. El muerto debió ser una persona muy querida y popular. El velatorio, aunque amplio, estaba a reventar. Y claro, no conocía a nadie de aquella multitud.

Estos, me dije, son los integrantes de la nata social. Individuos que en mi día a día jamás me cruzó. Nuestras vidas nunca se tocan. Bueno, sólo en momentos como éstos. Porque a pesar de todo, ellos también mueren.

Y justo por ser un completo desconocido en aquel lugar, no pude más que sobresaltarme un poco cuando detrás de mi escuché:

¿Eugenio? ¿Eugenio Morales?

¿Arturo?

Pensé que eras tú, Eugenio, pero no estaba seguro. Estás igualito.

Y tú…

Embarnecí.

Esa es una peculiar manera de decirlo, pensé. Arturo había conseguido acomodar unos cuarenta kilos extra en su cuerpo desde la última vez que lo vi.

Si no te acercas tú, no te hubiera reconocido.

Qué gusto verte. En serio. Ni en mil años me hubiera imaginado que vendrías.

Supe lo de tu abuelo y quise darme una vuelta, a darte el pésame.

No te apures, Eugenio. Digo, agradezco el detalle y que estés aquí. Pero la verdad es que hasta estoy contento que el viejo se haya ido. Ya sé, suena terrible. Pero esa ya no era vida. El cáncer ya se le había metido en todas partes. Ya sólo estaba sufriendo. Por eso es para mí un alivio que se haya ido al fin. Ya está descansando.

Lamento escucharlo.

Pero ven, acompáñame a echarme un cigarro afuera. Sirve que nos ponemos al día.

Decirlo no fue muy difícil, pero no así llevarlo a cabo. Arturo Lara era el nieto del difunto y mientras nos abríamos paso rumbo a la salida de los velatorios, la gente no paraba de acercársele y decirle lo mucho que lo lamentaba. Arturo aceptaba los pésames de forma respetuosa y acto seguido se excusaba diciendo que tenía algo que atender algo. Admito que me sentí halagado sabiendo que aquel “algo” era yo, su antiguo compañero de la secundaria que había decidido aparecerse de nuevo en su vida en este día. Durante aquel interminable trayecto rumbo a la salida, también tuve tiempo de apreciar la dignidad que los kilos de más le habían concedido. Su gordura le sentaba de maravilla. Frente a mí ya no estaba aquel adolescente aficionado a las armas, sino un respetable miembro de nuestra sociedad.

Y entonces, dime, ¿qué ha sido de ti? ¿A qué te dedicas?

Aunque no fumo, le acepté un cigarro y le dije que había estudiado pedagogía y que actualmente trabajaba para la secretaría de educación.

Profesor Eugenio.

Ese mero.

Jamás lo hubiera pensado.

Pues ya ves. Yo jamás hubiera pensado que eras nieto de uno de los ganaderos más prominentes del estado. Nunca te presentaste así.

Esos eran otros tiempos, Eugenio. Hoy en día el negocio está de la fregada.

No me digas, le dije, señalándole con la mirada los coches de lujo estacionados frente a nosotros.

Ese ya no es dinero de la ganadería. Mis tíos y primos se dedican a otras cosas. De hecho, la mayoría quiere vender el rancho del abuelo. Prefieren tener dinero en el banco que tierras. ¿Puedes creerlo? Ni siquiera les interesa mantenerlo por el recuerdo.

Supongo que lo consideran un recuerdo muy caro.

Puede ser, pero ellos no pagaron por él. Así que ¿cuál es la bronca?

Por lo que dices, imagino que tú no quieres deshacerte del rancho familiar.

Ya ni sé, canijo. Hay días que quiero defenderlo con toda mi alma. Pero luego me pongo a pensar y digo ¿para qué? Son puros líos. En una de esas sale mejor venderlo. Pero luego me acuerdo que le prometí a mi abuelo que no lo venderíamos y entonces ya valió madres todo.

Suena que estás en una situación complicada.

Ni creas. Eso digo ahorita que estoy aquí en la ciudad, pero cuando ando allá en el rancho ni se me cruza por la mente venderlo. Allá me olvido de todos ellos, dijo Arturo, señalando al interior del velatorio.

¿Te están presionando para que vendas?

Si no tienen el más mínimo decoro. Hoy mismo, en la mañana, después del desayuno, los hubieras visto, se me fueron todos en bola. Que mira, Arturito, se lo podemos vender a fulanito o a zutanito, que ofrecen chingocientos millones y cacho, que entiende, el rancho está en números rojos y es el momento de sacarle unos pesos y que esto y que lo otro y que váyanse todos mucho a la recontra chingada, cabrones aprovechados. ¿Puedes creerlo? Todavía no enterramos al abuelo y estos buitres andan ya viendo qué pinche hueso le va tocar a cada quien. Hasta el cabrón de mi carnal, que anda metido en las drogas, quiere su parte ya. ¿Y en qué se va gastar su pedazo del pastel? En pura mierda que se va a empujar por las venas. Nomás para eso lo quiere.

Arturo se detuvo un momento. Su cigarro consumido colgaba de sus dedos.

¿Estás bien?

Perdón. No sabía que traía todo esto adentro y de pronto se me salió.

No te apures. Para eso estoy, dije, casi mordiéndome la lengua, pues en parte me había sentido aludido con sus palabras. No era yo un miembro de su familia, y ni soñando iba rozar algo de la herencia de don Damián, pero sí me sentía una especie de buitre al haberme presentado aquel día tan sólo para saciar mi curiosidad.

A nuestra edad esto de ponerse al día es puro recitar corajes.

Más o menos.

Por eso me urge que ya pase el entierro, pa irme de volada al rancho.

¿Queda lejos?

A hora y media de aquí. ¿Nunca has ido?

Pues cómo, si ni sabía que tenías uno cuando éramos adolescentes.

Pues vamos. ¿No quieres ir? Te puedo traer mañana o pasado.

Mejor otro día, Arturo. Quedé de regresar al trabajo más tarde.

En realidad podía dejar sola a Araceli revisando las pruebas, y pasar un par de días fuera de la ciudad sonaba muy bien, pero si decliné su invitación fue tan sólo porque bastante mal me sentía ya al estar allí disfrazando mi morbo de auténtica preocupación por mi antiguo compañero, como para encima prolongar aquella charada. En el futuro, bajo otras circunstancias, con mucho gusto aceptaría su invitación.

Cuando llegó el momento de entrar de nuevo al velatorio, me despedí de él. Para mi sorpresa, Arturo me pidió mi número de teléfono. No esperaba aquel gesto y mucho menos que algún día me marcara. Supuse que sería uno de esos típicos: Hay que hacer algo algún día.

Sí, algún día. Por supuesto.

Algún día.

Hasta que ese día llegó.

La serpiente devora sueños

Dicen que no volvió a dormir, que así estuvo una semana, con el ojo pelón, hasta que la tilica vino por él. Algunos aseguran que ya la debía, que bien ganadita se la tenía. Nadie le hizo mucho caso, pero la Lupe anduvo diciendo que a Vicente Morales le habían robado el sueño y por eso no podía dormir.

Pero no nada más el sueño, decía la loca del pueblo, no sólo las ganas de dormir, sino sus sueños, eso fue lo que le robaron. Y sin ellos ya no hay nada que hacer. El hombre sin sus sueños se seca más rápido que un árbol.

Pero nadie le hizo caso y quién sabe si además la Lupe sabía quién se los había robado.

La cosa fue que Vicente Morales un buen día ya no pudo volver a dormir y una semana después lo enterraron. La Chata hizo lo que pudo. Estuvo a su lado hasta el fin. Le acomodaba la almohada y le daba té de azahar. La pobre pasaba la noche en vela junto a su viejo, que nomás no pegaba los ojos y no dejaba de repetir:

Ya no hay nada.

Y al principio la Chata no le prestaba mucha atención, pero de tanto escuchar aquella endemoniada frase le entró al juego y le dijo que aquí estaba ella y la casa de los dos, que cómo chingados ya no había nada. Pero Vicente no atendía, parecía hablar de otra cosa, algo que ni su mujer ni nadien del pueblo podía ver, algo que al parecer había estado siempre allí aunque no lo supiéramos pero que ahora se había ido.

Ya no hay nada.

¿Pues de qué hablas?

Y Vicente se quedaba mirando a la nada.

Una de esas noches la Chata le dijo que ya estaba bueno, o le decía qué estaba pasando o ella misma se encargaba de enviarlo al otro lado.

Vicente le habló de una ventisca, de los sesos del Flaco desparramados en el río, de los caballos relinchando, de los indios durmiendo junto al enfermo, y de una serpiente que lo había perseguido toda su vida y que ahora lo había alcanzado.

Allí estuvo siempre, Chata, juntito a mí, como si quisiera que le perdiera el miedo, que me encariñara con ella, para luego morderme.

Por más que quisiera entenderlo, la Chata no sacaba nada en claro de los relatos de su marido.

Toda la vida me estuvo siguiendo, y luego se me metió. La llevo dentro y se ha tragado todo.

A los tres días de lo mismo, la Chata le mandó un telegrama a Agustín explicándole la situación y otro solicitando un médico. Esa misma tarde recibió un mensaje de su hijo, diciéndole que iba en camino. El médico nunca respondió. Al quinto día el cura se apareció y lo encomendó a Dios. En la mañana del sexto la Chata lo encontró tieso y con los ojos abiertos. Agustín llegó unas horas después, con Isidora a su lado, y su bebé en brazos.

Por nada y lo encuentras con vida.

Salí en cuanto pude.

Lo lamento, dijo Isidora.

La Chata le agradeció pero no dejó que nadie la viera sufrir. Ni siquiera lloró cuando finalmente le cerró los ojos al cadáver de su marido.

Lo entierran mañana.

¿Y usted?

¿Qué conmigo?

¿Pues qué va a hacer? ¿Se piensa quedar sola aquí?

Pues aquí vivo.

Vicente decidió no insistir. No era el momento. Ya le diría mañana o pasado que lo mejor sería que se fuera con ellos a la costa.

Esa misma tarde trajeron la caja de madera en la que Vicente Morales pasaría la eternidad y a la mañana siguiente tres hombres y Agustín lo cargaron hasta la capilla. El cura dijo las cosas que tenía que decir e Isidora pensó que aquel cura era muy joven y que el que ella había conocido se habría expresado mejor. Pero todo eso ya no importaba. Santa Bárbara ya no era su hogar. Y aquella capilla así como todos los que vivían en este pueblo bien podían dejar de existir y el mundo ni se daría por enterado.

Al salir de la misa fúnebre Isidora se encontró a la Lupe como siempre en los escalones. Se sorprendió al descubrir lo rápido que había olvidado incluso aquel pintoresco detalle de su vida en Santa Bárbara. Como si nunca hubiera pasado, pensó.

Mírese nomás, dijo la Lupe, ya toda una señora, con su bebé en brazos.

¿Y tú niño?, preguntó Isidora, recordando al chamaco que siempre acompañaba a la pordiosera.

Me lo comí.

Isidora apretó a su bebé.

Cómo cree, sonrió la Lupe. Hubiera visto la cara que puso. El Miguelito se fue hace un par de años. Igual que su padre. Igual que su hermano mayor. Así son los Gavilán. No se pueden quedar quietos. Apenas tienen alas y vuelan.

Lo siento.

No lo sienta. Ya verá que así son las cosas, lo sintamos muchote o poco.

¿Va al entierro de don Vicente?

¿Habrá tamales?

Sí. Estuvimos preparándolos ayer en la noche.

Pues pa luego es tarde.

La procesión se había adelantado y la Lupe caminaba al lado de Isidora y su bebé. No había llovido en varios días y la tierra estaba dura. Dicen que por eso el hoyo no quedó tan profundo. Los hombres que lo cavaron se cansaron y decidieron mejor dejarlo hasta ahí. Una pala se les quebró. Para hacer menos pesado el camino, Isidora le preguntó a la Lupe de qué había muerto don Vicente.

Al pobre le robaron sus sueños.

Por cortesía, Isidora hizo como si aquella fuera la explicación más racional del mundo.

Pero la Lupe no se detuvo allí:

Yo vi cuando se los llevaron. Una nube con forma de serpiente dio vueltas alrededor de su casa. Era de noche pero aquella cosa brillaba. También hacía un ruido, como un zumbido. Dicen que después de eso ya no pudo dormir. Pero eso es lo de menos. Lo peor, lo mero feo de todo esto, es que Vicente se quedó sin sueños. No se imagina lo que eso duele. Haga de cuenta que nomás le queda a uno el cascarón. Adentro ya no hay nada. ¿Se imagina?

No, respondió Isidora, aterrada.

Pues eso fue lo que le pasó a Vicente Morales. Y mire que a mí me debía muchas, pero verda de Dios, que nunca le habría deseado tanto mal.

Al llegar al cementerio del pueblo, los hombres ya acomodaban la caja de madera que contenía los restos de Vicente dentro de la tierra. Algunas nubes ya cruzaban el cielo y más de uno pensó: Lo que faltaba, que nos llueva pa que la tierra se suelte y mañana el cadáver de Vicente aparezca flotando por las calles de Santa Bárbara.

Después del entierro fueron a la casa de los Morales y la Lupe le entró con gusto a los tamales. La Chata no la habría dejado entrar a su casa en otras condiciones, pero ese día no podía ni ver quién entraba y salía.

Cuando todos se fueron, Agustín le dijo que mañana iba a ver si podía vender la casa lo antes posible. Ella, su madre, se iría con ellos, lo quisiera o no. Ya estaba decidido.

Contario a lo que acostumbraba, la Chata ni respingó. Con una voz inexpresiva, le dijo a su hijo que hiciera lo que considerara mejor.

Aquella fue la primera vez que Isidora escuchó que su suegra de ahora en adelante viviría con ellos.

Ya lo estoy viendo, se dijo, recordando las palabras de la Lupe, así son las cosas, lo sintamos muchote o poco.