Bartolo y las hormigas

Manuel Espinoza repitió que no la había escuchado y entonces Voitila comenzó a contarle la historia del frailecito Bartolo: El cual fue el primer religioso en pisar estas tierras, bueno, el primer padre católico, porque los O´dam seguro que tenían su casta religiosa, aunque de eso sabemos poco o más bien nada y ya siendo sinceros, fuera de dos o tres historiadores refundidos en el Colegio de México, a nadie le importa. Pero ese no es el punto, la cosa es que Bartolo, antes de ser fraile, fue un hombre de la tropa de Cortez, y seguro estuvo en la toma de Tenochtitlán y se agenció unas tlaxcaltecas, pero eso nadie sabe muy bien qué tan cierto fue, así que lo mejor es continuar y decir que este hombre, de nombre Bartolo Bulnes, al parecer no tenía estómago de conquistador y después de dos o tres matanzas dijo ahí muere y se metió de religioso. En resumen, cambió el arcabuz por la cruz. Y recién salido del monasterio, en la Havana o vaya uno a saber dónde mierdas, su primera tarea fue irse de misionero al norte, a las tierras ocupadas por los salvajes. El fraile Bartolo realizó el trayecto a pie y después de meses soportando las arduas penas del camino con la santa ayuda de su Dios llegó a donde ahora nos encontramos. Aquí entró en contacto con una tribu de los O´dam, los cuales, al parecer lo recibieron con inesperada cordialidad. A todo dar, debió pensar nuestro frailecito, quien ya para entonces debía tener las patas ampolladas bien metidas en lo que antes era el arroyo de Santa Gracia y que luego lo entubaron y ahora transporta los desperdicios de nuestra ciudad, pero que en aquel entonces debió ser un hilo de agua prístina sacado casi casi del meritito Edén. Según cuentan, los O´dam hasta se tomaron la molestia de acondicionarle un tapete en una parte plana del valle para que el frailecito pudiera dormir a pierna suelta con las estrellas titilando allá en lo alto, haz de cuenta que como si Dios le estuviera guiñando el puto ojo. Ya nomás falta que hasta le hayan encendido un incienso allí al ladito pa que lo arrullara la fragancia del almizcle. Pero bueno, no hay que exagerar. La cosa es que los O´dam no eran tan buenos anfitriones como hasta aquí ha querido hacernos creer esta historia. La verdad es que si lo recibieron con amabilidad y le dieron ofrendas y hasta le prometieron alguna hija, uno nunca sabe, fue sólo para que el frailecito Bartolo Bulnes no sospechara de ellos, pues aquellos hombres, alertados por otras tribus, de la llegada de unos desconocidos vestidos en hierro andaban bien alertas, desconfiando de cualquiera que se acercara a sus tierras. Ya ves lo que dicen, santos por pecadores. Pues así fue la cosa. El tendido se lo pusieron los O´dam donde ellos sabían que había un pinche hormiguero multifamiliar. Ya podrás imaginarte tú el desenlace de la historia. A la mañana siguiente el frailecito era una roncha inmensa. Dicen que agonizó todavía unas cuantas horas, ya sin ganas de rascarse, ¿pues ya qué se rasca uno cuando está así de hinchado? Ya después la iglesia quiso hacerlo santo pero ya ves cómo son de políticas esas cuestiones y al final la cosa quedó en nada. Ni a pinche mártir llegó Bartolo. A los pocos años se supo que el Cofre de Baltazar estaba lleno de plata y ya no enviaron padrecitos a traer la palabra de Dios a estos lares sino a hombres bien armados que les pusieron una santa chinga a los O´dam y a las putas hormigas, y se quedaron con toda esta tierra, incluidos los cerros, el arroyo, el valle y la jodida plata.

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*Imagen: detalle de una pintura de David Lynch.

La Bodega de Odilón

En la parte oriente de la estación de ferrocarriles, en un espacio utilizado años atrás, cuando los trenes aún transportaban no solamente mercancías sino pasajeros, para guardar vagones y repararlos, y que hace poco fue lotificado y vendido para sufragar los gastos cada vez mayores del mantenimiento del viejo cascarón colonial de la antigua estación, se encuentran hoy en día varios negocios, todos muy modernos, muy al grito de la moda, con el diseño en tonos apagados de la época, entre ellos, uno de los restaurantes de mayor renombre en Santiago, La Bodega de Odilón, y su pequeño bar aledaño, El Bremont, el cual, de unos meses para acá, se ha visto infestado por esa temible plaga conformada por los variopintos miembros del gremio periodístico. Temible para los dueños por la simple razón que cualquiera de ellos, es decir, cualquier periodista que se aparezca por ahí, puede acomodarse en un banco frente a la barra del Bremont y calentar su cerveza durante más de una hora, eso en el mejor de los casos, pues en muchas ocasiones el susodicho simplemente se sentará allí, pedirá un vaso de agua, sumergirá su pezuña en el tazón de los cacahuates una y otra vez, esparciendo cáscaras por toda la superficie lustrada de la barra, mientras asegura estar esperando a alguien importante o mira constantemente su reloj y se dice a sí mismo, Ya debería estar aquí o Si le dije que a las cinco, aunque las palabras, la verdad sea dicha, parecen más bien dirigidas al ya impaciente barman que lo atiende.

Algunos de los empresarios utilizaron las paredes de adoquín o al menos las estructuras de acero de las antiguas bodegas de los ferrocarriles para acomodar sus negocios, los cuales se encuentran al lado de un camino adoquinado de diez metros de ancho, el cual avanza de este a oeste, y comienza justo a espaldas de la estación y termina en un espacio amplio donde algún ingenioso diseñador colocó en medio de una fuente una reproducción del David de Miguel Ángel, aunque este adorable mozo, a diferencia del original, resulta ser más pudoroso, pues en lugar de tener sus tiernos atributos al aire, éstos han sido cubiertos con una humilde hoja de parra, la cual fue colocada en ese sitio gracias a la presión que un grupo de cristianos ejerció sobre el municipio para salvaguardar las buenas costumbres y los valores de la juventud santiaguina, la cual, irremediablemente, según estos extremistas, sería corrompida al verse enfrentada tan bruscamente ante los modestos genitales del antiguo modelo florentino.

La Bodega de Odilón y el Bar Bremont cuentan con entradas separadas, aunque comparten baños y un pasillo interior los une, de tal manera que los clientes de uno y otro pueden mezclarse si así lo desean o permanecer cada uno en sus respectivos ambientes. Entre los dos negocios hay una pared de cristal, la cual permite que aquellos sentados en una mesa de la Bodega puedan observar libremente las acciones que se desarrollan en el bar y decidir si acaso, después de deglutir el plato fuerte, algún corte o una sopa de cangrejos, desean ir a tomar un coctel a la barra. Los dueños pensaron que este acomodo les sería a la larga redituable, pues indudablemente a los comensales de la Bodega les resultaría atractivo el diseño y el ambiente del bar, y, a su vez, a aquellos clientes del Bremont, después de unas copas, les apetecería bajar un poco su embriaguez con un caldo de pato o algún otro entremés. Sin embargo, hasta la fecha, la realidad es que las clientelas de cada establecimiento rara vez se mezclan. Son como especies de planetas distintos. Células rojas y blancas. Ángeles y demonios. Las mesas de la Bodega son generalmente ocupadas por hombres de negocios, políticos y personajes emperifollados de la socialité santiaguina, mientras que por el Bremont usualmente rondan personalidades más opacas, deslustradas, casi sombras de lo que algún día fue una persona, sombras errabundas que se olvidaron, por descuido, que pertenecían a alguien.

Sin lograr su principal cometido de aquel día, presionar a la directora del instituto de cultura para que el Bobalicón fuera publicado, pero habiendo en cambio desfogado su frustración sobre el gentil cuerpo de Abigail dentro de una sórdida habitación de un motel de paso, Manuel Espinoza, sin dirigirle a lo largo de aquella mañana otoñal un solo pensamiento a su pareja, Ana Laura Quintana, con quien compartía techo desde hace más de un año y a quien quería como se quiere a una hermana menor, con ternura y cierto sentido de protección, ingresó por las puertas batientes del Bremont y se quitó las gafas de sol para dejar que sus ojos se acostumbraran a la tenue penumbra del local. En el bolsillo derecho de su pantalón de mezclilla deslavada descansaba un arrugado billete de cincuenta pesos. Hoy había promoción de cervezas. Dos por uno. La matemática era sencilla. A veinticinco pesos la botella, tenía suficiente para beberse cuatro cervezas y no dejar nada de propina. Ningún problema. Nadie esperaba propina de alguien como él. Y si acaso algún incauto mesero llegaba a hacerse esperanzas de ello, el problema era suyo. Ya aprendería a juzgar mejor a la clientela.

Cuando se dirigía al fondo de la barra, a ocupar el último banco, aquel que colindaba casi con el pasillo que llevaba a los baños, posición que Manuel tenía estudiada y que le permitía observar a las mujeres que iban de la Bodega de Odilón a los sanitarios, siempre enjoyadas, pelos pintados, ropas de marca, tacones y demás parafernalia de las damas de la alta sociedad, escuchó que alguien, allá en la oscuridad de un rincón, decía su nombre. Al girarse y avanzar en aquella dirección, Manuel Espinoza reconoció, ya cuando estaba casi encima de la mesa, a su antiguo colega y casi mentor, el periodista de la nota roja, Juan Pablo Murguía, quien con singular gusto se llevaba un puño de cacahuates a la boca, mientras su XX lager descansaba sudorosa encima de un portavasos con el logotipo del Bremont, un anzuelo doble azul sobre un fondo blanco.

El periodista lo invitó a tomar asiento y el joven escritor, quien había realizado sus prácticas profesionales en el Heraldo del Norte, situación que le permitió entrar en contacto con la gente del medio, incluido su actual compañero de mesa, pidió una Victoria y se acomodó con la espalda a la barra, de tal manera que podía observar a través del cristal que separaba a los locales a las personas que ingresaban a la Bodega.

Manuelito y su espinosa escritura, ¿cómo le va?

Ahí la llevo, Voitila. Remando como esclavo y sin divisar puerto alguno.

Ah qué muchacho. Le dije que se quedara con nosotros, ¿a poco no? Si uno quiere andar escribiendo no queda otra que buscar refugio en las pestilentes salas de redacción de un periódico. ¿Para qué nos hacemos weyes? Pero no se apure, no hace falta que me lo repita. Yo sé muy bien que usted es un alma libre, un renegado, uno de esos seres irredentos que desprecian las hipocresías del convivio social y en lugar de eso prefiere el destino del lobo sin manada. Pero eso sí, también se lo digo sin tapujos, sin manada, no hay mamada. Y en este mundo hay que aprender a mamar.

Manuel reflexionó un momento aquellas palabras del periodista, sin saber si las mamadas referidas eran del tipo sexual o si se trataba de empujar a los cachorros hermanos sin misericordia para alcanzar la preciada teta de la madre. Lo mismo da, concluyó. Resumiendo, el que no chinga no mama. Le dio un trago a su Victoria para pasarse el mal sabor de boca que le producía la grandilocuencia de Murguía, ese tono tan típico de ciertos periodistas que solamente era utilizado en presencia de un colega, como si el ser parte del gremio les impidiera hablar como la gente y tuvieran que sonar como algún conde sacado de una de las novelas menos conocidas de Tolstoi. Un renegado. Las hipocresías. Un ser irredento. El convivio social. El destino del lobo alejado de la manada. Mamadas. Puras pinches mamadas.

Al hurgar el fondo del tazón con sus gruesos dedos en busca de un último cacahuate tostado o una semilla y no encontrar nada, J. P. Murguía, a quien por su nombre y su inmensa calva blanca habían apodado en las oficinas del Heraldo como Voitila, por aquel famoso Karol, también conocido como Juan Pablo II, le habló al mesero para que le trajera más botana, y ya estando, con solamente dos tragos descansando en el fondo de su tarro, una cerveza más, pero esta vez bien helada, porque la pasada, lo que sea de cada quien, estaba medio tibiezona.

La mesa en la que se encontraban estaba ubicada en la parte más oscura del bar, aquella que no podía apreciarse desde La Bodega de Odilón, pues la parte iluminada estaba justamente detrás de la barra, de tal manera que los comensales del restaurante sólo podían observar a los clientes del bar que se habían acomodado en los bancos altos junto a la barra. Contrariamente, Manuel y Murguía podían apreciar a cualquiera que entrara a la Bodega y se sentara en una de sus amplias mesas de caoba, con sus anacrónicos candelabros al centro y sus servilletas semejando cisnes, gracias al doblado de un hábil mesero, descansando sobre los platones de cerámica.

El mesero, que conocía a ese par de individuos, trajo otro tazón de botana y una hielera con una XX y otra Victoria, y se retiró sin ofrecer mayor cortesía que su silenciosa indiferencia. Sabía muy bien que aquellos dos no dejarían ni un solo peso de propina y lo mejor era atenderlos rápido para que su presencia no se alargara más de lo estrictamente necesario, pues aquella mesa, si el día era favorable, podría ser en algún momento ocupada por clientes más dispuestos a congraciarse con él dejando unas cuantas monedas sobre la mesa por sus servicios.

Hablando de mamadas, dijo Manuel, después de un prolongado silencio, punteado por los tronidos de labios que se dejaban escuchar cada vez que alguno de los dos le daba un largo trago a su cerveza. Vengo justo de recibir una de campeonato. Fue una de esas mamadas lentas, que no quieres que se acaben nunca, y que están llenas de añoranza, ¿me explico?, mamadas tristes, por ponerles un nombre, como si se estuvieran despidiendo de tu verga pero a la vez pidiéndole perdón por no sé qué chingados. Suena estúpido, ya lo sé. Pero así se sienten o al menos así las siento yo.

¿Mamadas tristes? ¿De qué chingados estás hablando, Manolito? ¿La vieja estaba chillando mientras te la mamaba o qué mierdas? Eso ya suena a violación. Y en estos tiempos de empoderamiento ya sabes que por cualquier babosada te acusan de abuso.

Olvídalo, Murguía. No era nada.

Ya, no te me achicopales, Manolito. A ver, cuéntame. ¿Cómo fue o a qué le llamas tú una mamada triste?

La mera verdad ni sé, Voitila. Se me ocurrió ahorita.

¿Pero sí te la mamaron?

Sí, vengo justito del motel. Por eso no quería llegar a la casa y mejor me vine con mis únicos cincuenta pesos a echarme unos tragos.

Pues ya veo que te dejó melancólico esa tal mamada.

Ya ni sé si fue la mamada o todo lo demás. De unos días para acá ando que me lleva la chingada, como si no me encontrara o más bien como si me estuviera dando color de que nomás me la he pasado cagándola. ¿Sí sabes cómo?

Claro, Manolito. Eso que acabas de describir se llama vivir. Ni más ni menos. ¿Tú crees que el resto de nosotros anda por la vida sabiendo qué hacer? Aquí estamos todos iguales. Jodidos. Sin brújula. Y algunos desgraciados ni a lancha llegan. Ahí los ves a los pobres pataleando como desesperados nomás para no hundirse en el culero mar. Por eso hay que trabajar. Así al menos, cuando sientas los tirones que te quieren llevar a la chingada, tienes algo a qué agarrarte. Y por más que el ventarrón te quiera llevar, pues tú te aferras bien a ese pinche mástil o el nombre que le quieras poner a eso que te sirve de guía y sustento.

Manuel Espinoza le dio un trago a su Victoria y le ofreció una mirada de descreimiento a su compañero.

Ya sé que a ti todo esto que te digo te vale madres. Eres un anarquista. Un radical. Para ti todo aquel que tiene un trabajo estable es un puto burgués, un esclavo sodomizado por la gruesa e insensible verga del sistema. Pero lo ves así porque eres joven. Ya crecerás y verás que aquí todos nos tenemos que doblegar, ya sea ante el gobierno y sus impuestos, la salud y los achaques, o ante la mujer que escogiste como esposa. Al final del jodido día, o remas o te hundes.

Las monsergas de Murguía, aunque de buena fe, sólo servían para ensombrecer aún más el ya de por sí deplorable estado anímico de Manuel, quien ni siquiera podía reunir las fuerzas suficientes como para rebatirle al viejo periodista.

Mírate nomás, continuó diciendo Voitila, ya más por seguir escuchando su voz que por aliviar de su carga a su compañero, vienes llegando del motel, oliendo a ese jodido jabón que tienen en esos lugares, y lo único que puedes decir es que todo está mal y que nadie te comprende. Ya ni la muelas. Y todavía me sales con eso de que le estaban pidiendo perdón a tu verga por faltas que no sabes ni que cometiste. ¿Qué chingaderas son esas, Manolito? Hazme el reputo favor. Para mí, si me lo preguntas, todas las mamadas son tristes. ¿Y sabes por qué? ¿Eh? Pues porque la mera verdad es que a mi edad uno ya no sabe si esa mamada será la última. Y eso, escuincle, eso es pinche tristeza de verdad.

Para concluir su discurso, Murguía empinó su cerveza y bebió hasta secar el envase.

Las puertas batientes del Bremont se abrieron y tres figuras oscuras se colaron al interior del bar, dejando escapar risitas nerviosas, seguramente provocadas por alguna indiscreción murmurada por uno de ellos. Murguía intentó conseguir la atención del mesero, pero éste en ese momento estaba ocupado acomodando a los recién llegados.

A través del cristal que separaba los establecimientos, Manuel Espinoza vio que los meseros de La Bodega de Odilón trabajaban esmeradamente en el reacomodo de las mesas, arrastrando unas y juntándolas con otras. Al parecer esperaban un grupo grande. Un cumpleaños o una fiesta de graduación, pensó el escritor.

Las puertas del Bremont se abrieron de nuevo, y en esta ocasión entraron cinco personas más al bar. La hora de la comida se acercaba y al parecer los establecimientos se iban llenando. El mesero se dirigió de inmediato a los recién llegados, enfureciendo con ello a Voitila, quien comenzó a chiflarle para llamar su atención.

Ahí voy, dijo el mesero, cortante.

Estos lugares disque de mucha clase, y nomás son como todos los demás, renegó el periodista.

Como su cerveza apenas iba a la mitad, Manuel no le prestó mucha importancia al supuesto mal servicio ni a las quejas de Murguía. Su mente en esos momentos estaba ocupada por temores, recriminaciones y culpabilidad. No sabía si algún día llegaría a ser el escritor que deseaba ser, y no era que su ambición fuera desmedida, no pretendía ser un Faulkner o un Joyce, simplemente quería escribir como alguien cuyos libros él disfrutaría leer. Pero ojalá fuera sólo eso lo que lo tenía sumido en aquel estado melancólico, en verdad su principal preocupación en aquellos momentos era la naturaleza de su relación sentimental con Ana Laura. No la amaba. Al menos ya podía ser franco consigo mismo en cuanto a eso. Vivía con ella y era su amiga. Le agradaba pasar tiempo con ella. Lo hacía reír. Le hacía la vida más pasajera. ¿Pero era eso la vida en pareja? ¿O acaso se estaba aferrando a cuentos infantiles de lo que era el amor y la pasión? Quizá eso era la vida en pareja y punto. Nada de emociones desbordadas. Nada de deseos irrefrenables que nos llevan a hacer tonterías. No. El amor quizá era solamente eso, mesura, comprensión y convivialidad. Domesticidad. Cotidianidad. Una vida sin sobresaltos ni dramas. Un camino recto y bien aplanado. Un camino aburrido que solamente conducía a la muerte. No. Debía haber más, pensaba Manuel. Y era entonces que en su mente aparecía Abigail Pulido, una mujer llena de caprichos, inestable, con aspiraciones que él no podía ofrecerle, pero voluptuosa, siempre insatisfecha, dispuesta a entregarse plenamente al placer, sin detenerse un instante a considerar las consecuencias de sus actos, porque ella era así, impulsiva, atractiva, demandante, dueña de sí misma y de su entorno, pues a donde fuera las cosas comenzaban a comportarse como ella, como si se impregnaran de su voluntad y de sus deseos exuberantes, de sus ganas de consumirse como el fuego, incandescente y destructor, arrasando todo aquello que entra en contacto con él. Y someterse a eso, voluntariamente aceptar ese camino, era una categórica idiotez. Nadie en sus cabales se echaría un clavado a esa agua turbulenta, llena de emociones y placer, pero con tantos peligros acechando constantemente.

Y entonces, ¿qué quedaba? ¿Regresar a casa cada día y preguntarle a Ana Laura cómo le había ido, escucharla hablar de las yagas purulentas en la espalda baja de don Augusto Vargas o de lo difícil y mal pagado que era ser enfermera, mientras él volvía a quejarse de la gente del instituto, de esos parásitos del erario público, de esos burócratas invertebrados y de sangre fría que le chupaban la vida gota a gota, para finalmente acostarse a su lado y darle un beso de buenas noches y al día siguiente repetir de nuevo todo?

No, eso era una insensatez, y la misma Ana Laura lo sabía. Por eso se inyectaba analgésicos cada vez que podía. Y él, Manuel Espinoza, no tenía la autoridad moral para prohibírselo. De hecho, si no se drogaba con ella era solamente porque le tenía un miedo irracional a las agujas. Si aquella maldita droga viniera en píldoras, o incluso hasta en supositorios, allí estaría, anestesiado, lejos de esta miserable realidad que lo rodeaba en todo momento, que lo hacía sentirse enclaustrado, y que un buen día terminaría engulléndolo para finalmente desecharlo como lo que siempre había sido, un simple mojón.

El golpe de dos cervezas más sobre la mesa despabiló a Manuel, quien se había quedado mirando su estúpido reflejo sobre el cristal que separaba los establecimientos.

Por los marginados, dijo Murguía, alzando su cerveza.

Por la muerte, respondió Espinoza, chocando su cerveza contra la de Voitila.

Pinche humorcito que te cargas hoy, Espinosito. Si sólo supieras lo que otros están sufriendo hasta vergüenza te daría andar paseando tu cara largota por todas partes. Sin ir más lejos, conque hubieras estado hoy en la mañana conmigo en la Reserva del Azquel, habrías sido testigo de algo que te habría dejado los huesos helados. Y eso nomás pa empezar, pa picar diente. Pues ni pa qué te cuento del encuentro que tuve después con un lidercillo social, hijo de su reputa madre, nomás de acordarme hasta se me enchina el cuero.

Mejor ni me digas, Voitila. Yo no sé cómo le haces tú para soportar tanta pendejada. No podría trabajar en la policiaca ni aunque me fuera la vida en ello.

Supongo que al inicio pensaba como tú. Pero ya verás, con el tiempo la piel se va endureciendo. Aunque con todo y eso, hay cosas que luego a uno sí le llegan. Ni creas, uno no es de piedra.

Por la prensa libre, dijo el escritor, alzando su cerveza.

Por la nota roja, dijo Murguía.

Por los medios en línea, dijeron los de otra mesa.

Por el internet, dijeron otros.

Por los dinosaurios que no saben que ya se extinguieron, dijeron unos más allá, otros recién llegados, articulistas todos de un periódico en línea.

Por Facebook y el live streaming, se escuchó al fondo del bar.

Pues por su chingada madre, culeros, dijo finalmente Voitila, poniéndose de pie y encarando a la multitud dispersa y anónima que los rodeaba.

Se escucharon algunas risas. Alguno que otro le dijo que se sentara, que no se fuera a lastimar la espalda. Se escuchó a alguien bromear acerca de su playera floreada. Alguien más le recordó que aquí no era Mazatlán y a otro más que si se le había perdido la playa. Murguía intentaba enfocarlos, localizarlos, para ponerlos en su lugar. Pero la luz dentro del Bremont era tenue y ocultaba los rostros. Manuel Espinoza lo jaló de la manga, intentando sentarlo.

Uno por uno, bola de culos, dijo Voitila, antes de regresar a su asiento.

Las burlas poco a poco fueron cesando y el mesero se acercó a su mesa para ver si querían algo más. Manuel ya no tenía dinero y así se lo hizo saber a su compañero.

Usted no se apure, colega. Las que siguen van por mi cuenta. Faltaba más.

Manuel le agradeció en silencio, con un ligero movimiento de cabeza, mientras pensaba, total, ni para que aparecerme por la casa a estas horas.

La puerta de La Bodega de Odilón se abrió de par en par y en el umbral apareció una mujer diminuta, entallada en una minifalda, con unas botas de piel que le cubrían las pantorrillas enteras, y una ombliguera pegada a su torso que le realzaba los compactos pechos y cuyo estampado decía: SMILE.

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