Casablanca

Esa misma noche, fumando un puro cubano, mientras la botella de champagne que había comprado para celebrar su victoria se enfriaba en una cubeta con hielos y Artemisa se acicalaba en el baño, Heriberto logró atar los cabos. Bien visto, el asunto entero resultaba decepcionante, por no decir, bastante vulgar. Desde luego, no debía achacarle a Marilú su desencanto, finalmente ella nunca había pretendido ser alguien deslumbrante, alguien que se distinguiera por la exquisitez de su proceder, no, el único culpable era él, quien, en su desconcierto, había confundido las huellas de un gato por las de un tigre.

            En el fondo, la cuestión presentaba los rasgos típicos de una madre desesperada viendo por sus hijas.

Durante las primeras etapas de la separación, Marilú, ¿y cómo culparla, después de la escenita que Rebeca le había hecho?, ofendida y humillada, con el resquemor de la infidelidad lacerando su cuerpo entero, sin miramientos, había pasado agresivamente a la ofensiva. Se podría decir que había quemado todas las naves. Tras lo ocurrido, no había vuelta atrás. La reconciliación quedaba descartada. Ella no rehuiría a la batalla, por más cruenta que ésta pudiera, a la larga, resultar. Sin pedir ni conceder piedad, lucharía hasta el final. Al menos, esa fue la lectura que Heriberto le dio a la demanda de divorcio que ella le envió.

Por eso, él y Jiménez, pensando que lo mejor, siempre, en estos casos, es responder al fuego con gasolina, diseñaron una estrategia igualmente agresiva. Esta decisión, si bien causó daños emocionales irreparables, no sólo en los cónyuges en conflicto, sino, en sus hijas, las cuales, de pronto, sin deberla ni temerla, quedaron atrapadas entre el fuego de ambos bandos, al menos, tuvo la conveniente consecuencia de atascar indefinidamente el proceso. Las dos partes habían llegado a un impasse. 

A sabiendas que la mejor manera de obstruir un procedimiento legal es lanzar continuamente acusaciones, con o sin fundamento, hasta crear un fárrago intransitable, Heriberto se dedicó a realizar justamente eso durante la siguiente etapa. Sorpresivamente, Marilú no sólo se mantuvo firme, sino que, fustigada por el oleaje de invectivas que la azotaba, respondió con denuncias y vituperios de su propia manufactura; incrementando así las dimensiones y sutilezas de la disputa.

Conforme con su trabajo y la pertinencia de sus consejos, Jiménez consideró propicio dar una última estocada. Redactaría una nueva demanda de divorcio con condiciones, inclusive, si eso era posible, más causticas. Heriberto, ya para estas instancias en plan de guerra, consintió a la violenta propuesta de su abogado.

Aunque su objetivo siempre fue la rendición incondicional del enemigo, la resolución del conflicto le resultó un tanto anticlimática a Heriberto, quien, de entre todos los desenlaces que llegó a imaginar, nunca anticipó que Marilú, de la nada, sacara la bandera blanca y aceptara sus condiciones.

¿Qué había sucedido? ¿El fragor de la batalla la había debilitado a tal grado? ¿Finalmente había llegado a la triste conclusión de que jamás podría salirse con la suya? ¿Por qué esta inesperada y repentina rendición? ¿Acaso no tenía aún a su disposición una amplia gama de herramientas legales? ¿Acaso sus representantes eran unos absolutos incompetentes? ¿De qué se trataba todo esto?

Obcecado por el resplandor de su victoria, Heriberto hizo a un lado estos cuestionamientos y aceptó la derrota de su contrincante. Quizá fue su orgullo masculino el que le impidió llegar al fondo de la cuestión. Pues, en lugar de indagar las razones que habían llevado a Marilú a tomar dicha decisión, prefirió pensar que habían sido sus incesantes y fulminantes ataques los que finalmente la habían doblegado. ¿Para qué darle más vueltas al asunto?

Y ahora, gracias a un inocente comentario de su hija mayor, tras haber pensado todo este tiempo que le debía su triunfo a su indomable espíritu combatiente, se daba cuenta que, como siempre, Marilú había sido la más sensata de los dos. Su exmujer no solamente había actuado con prudencia, sino, había tomado en cuenta los posibles escenarios a los que tarde o temprano terminarían enfrentándose.

Con su protector en la cárcel, la posición de Heriberto en la comisión de saneamiento era, en el mejor de los casos, endeble. Y, ¿qué opciones tenía en el mundo laboral contemporáneo un hombre de casi cuarenta años, desempleado y sin título profesional? Tampoco era que Heriberto poseyera aptitudes para el trabajo físico. No tenía la capacidad para tomar un oficio. Sus manos eran torpes, sus reflejos inexistentes, y su fuerza raquítica. Asimismo, sus conocimientos adquiridos durante la carrera de ingeniería eran en la actualidad obsoletos. Si se lo proponía podía resolver una derivada, y eso, si acaso, con el libro de texto al lado. Pero, no por eso alguien tendría el valor de contratarlo como ingeniero. La realidad era que, su mayor atributo, durante todos estos años, había sido el Doble A. Y éste, lamentablemente, ya no podía echarle una mano, como lo había hecho durante toda su vida adulta. Heriberto, a la manera de ver de Marilú, era un caso perdido. Y, con eso en mente, ¿qué sentido tenía prolongar el proceso de divorcio? Incluso si todo salía a pedir de boca, ¿qué beneficio real podía obtener de él? Ninguno. Esa, claramente, había sido la enfática respuesta de su mujer a estas interrogantes.

¿Manutención? ¿Pensión alimenticia? ¿Inscripciones y mensualidades universitarias para Sofía y Laura? Nada de eso estaba ya sobre la mesa. Y, pensar lo contrario, habría sido pecar de ingenua. Marilú logró verlo a tiempo, y, gracias a ello, supo igualmente que, prolongar su querella con Heriberto, por orgullo, por obtener la merecida satisfacción de desquitarse con él, tan sólo terminaría, a la larga, mermando severamente el futuro de sus hijas. Y ella no estaba dispuesta a sacrificar eso a fin de saciar su sed de venganza. Después de todo era una madre, y, como tal, tenía sus prioridades muy bien definidas: sus hijas. Por ellas había aceptado la demanda de divorcio de Heriberto, en la cual, lo único que obtenía era la casa familiar. Al menos así, se dijo Marilú, tendremos un techo.

No contaba con mi astucia, se dijo Heriberto, sonriendo, mientras esperaba que Artemisa saliera del baño para ejecutar el estriptís que le había prometido, y, exhalando el humo de su habano, se deleitaba pensando en las vueltas que da la vida. Pues si bien, en su momento, los cálculos de Marilú no habían sido erróneos, ella, quien, finalmente, después de más de quince años de matrimonio, debía conocerlo mejor que nadie, había olvidado tomar en cuenta un elemento crucial: la despiadada perseverancia de su exmarido. 

¿Acaso pensaba que me iba a quedar con los brazos cruzados?

En ese instante la puerta del baño se entreabrió un poco, dejando escapar una música cadenciosa, con un bajo profundo e hipnótico.   

Ah, se dijo Heriberto, es hora de que empiece el espectáculo y las burbujas fluyan.

Primero se asomó un pie desnudo. Parecía un títere de guante en una ridícula obra infantil. Luego, la atmósfera dio un giro radical, cuando la pierna a la cual pertenecía se estiró y comenzó a moverse al ritmo de la música. De arriba hacia abajo, pausada e incitantemente. Aquella larga y banca extremidad lucía un ligero rojo. De pronto, se escuchó un estruendo, como un disparo. La pierna se ocultó rápidamente y Artemisa asomó su cabeza. Su rostro, a pesar del voluminoso maquillaje que lo cubría, mostraba los rasgos propios del susto.  

¿Qué fue eso?

El corcho de la botella.

Sonó como un balazo.

¿Podrías apagar la luz?

No. Eso le quitaría toda la diversión al espectáculo, dijo Heriberto, sirviéndose champagne en una copa alargada. Y, tras tirar la ceniza de su puro en el cenicero, añadió, con su mejor imitación de un director de teatro: Empecemos desde arriba.

¿Desde arriba?

Es una expresión, amor. Quiere decir: vuelve a empezar.

Ah…

Artemisa cerró la puerta del baño y reinició la canción que había seleccionado para su estriptís. Nunca había hecho uno y estaba nerviosa. Si había concedido a hacerlo, había sido solamente porque Heriberto, el hombre que hasta ahora no le había negado nada, se lo había pedido como un favor especial. Se había negado a mencionarle el motivo de su repentina alegría, pues, en sus palabras, eso arruinaría la sorpresa. Tan sólo podía decirle que les esperaba un futuro radiante.

Dentro de poco, nada nos faltará, fueron sus palabras.

Por suerte, un par de días antes, Karen, su amiga de la farmacia, le había conseguido un poco de MDMA. Lo más probable es que sin la ayuda de esa sustancia jamás se habría envalentonado a ejecutar aquella danza erótica, de la cual había oído hablar, pero jamás había visto. Pues, a pesar de que Yair era propietario de uno de esos changarros llamados teibols, y varias noches le había pedido que lo acompañara, asegurándole que no era necesario ser hombre o lesbiana para disfrutar del show, ella, al imaginarse esos cuerpos desnudos y aceitados agitándose frente a su cara, instintivamente había sentido una repulsa, negándose rotundamente a presenciar lo que consideraba un acto denigrante y vulgar. Y, aunque su postura ante este tipo de espectáculos no había variado, al menos no tendría que bailar en un escenario, grasiento y sucio, frente a las miradas obscenas de un puñado de extraños, sino, lo haría en la intimidad y seguridad del cuarto de hotel, y, exclusivamente, para el deleite de su amante. Tampoco lo haría por dinero, sino para complacer a Heri, quien, después de todo, se había portado como un ángel con ella. Por eso, ignorando las particularidades del estriptís, pasó gran parte de la tarde viendo videos en Youtube. ¡Cómo se contorsionaban esas mujeres! ¡Y su elasticidad! ¡Parecían muñecas de goma, arrastrándose por el suelo y trepándose a un tubo como si fuera cualquier cosa! Menos mal, Heriberto le había dicho que no se preocupara por las maromas, es decir, la parte acrobática del show, y que se concentrara más bien en la parte seductora del espectáculo, en el erotismo. Eso había sido un alivio. Pero, ¿cuál era el vestuario adecuado? De nuevo, Heriberto estaba ahí para tenderle una mano. Él mismo, después de pedirle que vaciara el contenido del cajón que contenía sus prendas íntimas sobre la cama, tras una minuciosa inspección, eligió la lencería propicia para la ocasión. Al contemplar la elección, a Artemisa se le revolvió el estómago. ¡Se me va a ver todo!, se dijo, con pánico. ¿Pero acaso no era ese el objetivo de este baile? Al fin y al cabo, bailar en tanga en medio del cuarto, por más bochornoso que pudiera ser para ella, no era la parte climática del espectáculo. No, después de eso, se esperaba de ella la desnudez total. Definitivamente, sin la ayuda del éxtasis jamás habría logrado vencer su pudor. Gracias a la droga su cuerpo se entregó por completo al ritmo. Con su sensibilidad exacerbada, Artemisa ni siquiera registró que ahora avanzaba a gatas por la habitación del hotel, meneando su trasero al son de la música. En realidad, mientras frotaba incesantemente su parte trasera contra la entrepierna de Heriberto, y las manos de éste apretaban con fuerza sus suaves senos, no sabía por qué había puesto tantos remilgos. ¡Aquello era alucinante! ¡Era como estar poseída! Su cuerpo entero pertenecía en esos momentos al tacto y a la música. No había decisiones que tomar o pensamientos que se interpusieran entre ella y el mundo. Aquello era una comunicación plena y total. Y, reducir la vida a esto, a su forma más sencilla y primordial, le resultaba placentero y vigorizante.  

Su consciencia parecía sobrevolarla, como si estuviera ahí solamente como observadora, incapaz de participar. Entraba y salía de ella, otorgándole instantes de claridad. Por momentos lograba verse empinada, sacudiéndose, arrastrándose, realizando contorsiones inimaginables. Luego se perdía en el caos de sensaciones, solamente para reaparecer de nuevo succionando la verga de Heriberto. Un miembro grueso y punzante chocaba contra el fondo de su boca, impidiéndole respirar adecuadamente. Intentó extraerlo, pero algo ejercía una presión sobre su cabeza, obligándola a seguir tragando aquel pedazo de carne.

Mientras disfrutaba la felación de Artemisa, Heriberto contemplaba con admiración el cuerpo desnudo arrodillado frente a él. Por momentos, no podía creer que esto realmente le estuviera sucediendo. ¡Era un milagro! ¡Un regalo de los dioses! La espalda pecosa que descendía hasta la cintura, y la manera sutil en la que ésta última se desdoblaba, con sublime naturalidad, hasta erguirse y convertirse en aquel ponderoso culo. Con sus manos atenazando con fuerza aquella roja cabellera, sintiendo el húmedo ir y venir de su lengua sobre su miembro erecto, Heriberto estaba seguro que, en ese momento, no existía hombre más alegre sobre la faz de la tierra.

Ni en mil años Marilú habría sido capaz de llevarme a estos niveles de placer, alcanzó a reflexionar. Tampoco es culpa suya. Eran otros tiempos, otra educación. Las nuevas generaciones están programadas de forma distinta. Y Rebeca…

Por un instante perdió la concentración.

A Rebeca nunca le gustó chuparla. Siempre metía los dientes y…

Repentinamente sus cavilaciones se vieron interrumpidas al experimentar un intenso espasmo, el cual lo recorrió desde la columna vertebral hasta el glande.

En el otro extremo, súbitamente, Artemisa sintió la explosión dentro de su boca. Estaba segura que iba a ahogarse. Pero aquel peso sobre su cabeza seguía inmovilizándola. Sin otra salida a su alcance, decidió tragar. La música se había acabado y los únicos sonidos que lograba escuchar desde su posición eran aquellos producidos por la contracción y dilatación de su propia garganta y unos profundos y lejanos suspiros.

            Libre del peso que la había mantenido en aquella innoble posición, Artemisa irguió la cabeza y contempló el rostro agradecido de Heriberto, quien, tras decir algunas palabras del todo inaudibles para ella, tomó la copa llena de champagne y lentamente vertió el espumoso líquido sobre su cara.

            Ah, suspiró ella, al sentir un ligero tremor en sus piernas.

La frialdad del champagne escurriéndose sobre su cuerpo ardiente, ese deleitoso contraste, sin hacer de lado la oportuna colaboración del MDMA, la habían llevado inopinadamente al orgasmo.

De rodillas, retorciéndose a causa de los escalofríos, y sorprendida por aquella repentina sensación de bienestar, Arte fue presa de un ataque de risa. No podía y no quería parar de reír.

¡Más! ¡Más!, gritó.

Y, obediente, Heriberto rellenó su copa de nuevo, solamente para derramarla sobre su complacida amante, la cual estiró el cuello y abrió la boca lo más que pudo para saborear mejor la bebida.

Ah, esto es vida, reflexionó Heriberto, al contemplar el rostro risueño de Arte.

Acurrucada entre sus piernas, ella, aún estremecida, dijo:

Nunca pensé que me fuera a gustar tanto.

Podemos hacer de esto nuestra pequeña costumbre, sugirió Heriberto, imaginando una secuencia infinita de sesiones similares a esta.

No estaría mal, dijo ella, traviesamente. Sólo es necesario que sigas portándote bien para que te ganes tu premio.

Ya verás, no tendrás ni una queja de mí.

Eso espero, chiquitín, susurró ella, besando el miembro flácido y agotado de Heriberto. Y, al percatarse del amargo sabor en su garganta, se apoyó sobre sus rodillas para levantarse, y, con voz admonitoria, le hizo saber: Ahora tengo que ir a limpiar el tiradero que hiciste, maleducado. 

Con esas palabras se giró y se dirigió hacia el baño. Heriberto aprovechó para contemplar ensoñadoramente aquel trasero angelical.

Dios todopoderoso, se dijo, sirviéndose otra copa y reencendiendo su puro.

Relajado, disfrutó el áspero sabor de su habano.

Este es el sabor de la victoria, concluyó.

Después de todo, a pesar de las múltiples adversidades experimentadas, gracias, en gran medida, a su espíritu inquebrantable y su inflexible voluntad, de alguna manera, y, en contra de todos los pronósticos, había resultado vencedor. No solamente había recuperado su relación con Sofía, sino, inadvertidamente, frente a las narices de todos, como un prestigioso prestidigitador, se había asegurado la posesión de Bruno siete cero cuatro. ¡Nadie lo vio venir! Ni siquiera Marilú, quien, en vista de sus prospectos poco alentadores, se había apresurado a concederle el divorcio.

Al considerar la poca confianza que había tenido su exmujer en él, Heriberto se sintió un poco irritado.

No voy a dejar que esa aguafiestas me arruine la noche, se dijo, abruptamente, dando un gran trago a su bebida. Este mundo no es para los tibios. A esos ni Dios los quiere.

Y así, exhausto sobre la silla, bebiendo champagne y disfrutando su puro, mientras Artemisa seguía en la regadera, Heriberto continuó repasando sus logros y tropiezos, enorgulleciéndose de sus momentos estelares y estudiando sus errores, tachando los nombres de sus detractores y palomeando el de aquellos que se habían mantenido a su lado. No debía olvidar los desaires y las traiciones, sabría que tarde o temprano el rencor le sería útil. Por ello debía cultivarlo, seguir avivando su fuego interior. No debía confiarse. Al contrario, ahora más que nunca, la experiencia se lo hacía saber, debía estar alerta. Sí, de momento, parecía haber caído de pie. Pero allá afuera, en algún lugar del amplio mundo, ocultos entre las sombras, esperando verlo trastabillar, estaban aquellos que deseaban con fervor su caída. Claudia. Yair. Rebeca. Salvador Benítez. Posiblemente su prima Lorena, cuando supiera lo que había hecho. Incluso, su comadre Antonia. Sí, la lista era larga. En ella cabían todos aquellos a los cuales Heriberto, en algún momento de su vida, había lastimado o despojado. Incontables nombres. Caras borrosas que se confundían entre sí. Desdeñados espíritus al acecho. Seres espectrales en busca de retribución. Una auténtica pesadilla, a la cual no debía menospreciar, pero que, de momento, podía mantener a la distancia, hacerla a un lado para disfrutar lo conseguido hasta ahora.

En efecto, no hay que dejar para mañana lo que podemos hacer hoy, se dijo, con incontenible lascivia, levantándose de su silla, al ver salir a Artemisa del baño, enrollada en toallas, y dirigiéndose hacia ella con la arrogante convicción de un depredador.

Al sentir su cercanía y presentir su determinación, mientras las toallas caían al suelo, Arte, con cierta incredulidad y aceptación en su voz, alcanzó a decir:

¿Otra vez?