Sabrás que has tocado fondo cuando nadie note tu ausencia

Catorceava entrega de Mantua


“Sabrás que has tocado fondo cuando nadie note tu ausencia”. Leí esta frase en voz alta frente a babs, interesado en saber qué reacción podía causar en él; para ver si acaso así preguntaba por su amada o daba señas de haber notado su ausencia. «No deberías leer en voz alta un texto que la otra persona desconoce, al menos no sin antes haberle dado un contexto. No conozco el libro ni al autor y no sé a qué va con esa frase. Y no es culpa suya que no lo comprenda. La falta está en ti, querido amigo, que al leerla es como si quisieras introducirme a una conversación que desconozco y me pidieras dar mi opinión, la cual, sin duda, estaría fuera de lugar. No descarto la posibilidad de que si aventurara una opinión al respecto ésta pudiera encajar dentro del marco de referencia de la supuesta conversación, al menos con alguno de los puntos de vista expresados con anterioridad a mi incursión. Sin embargo, esto sería una casualidad. Y en tal caso lo verdaderamente interesante para mí sería qué la hizo posible. ¿Por qué hemos coincidido? ¿Qué fuerzas se expresan detrás de este afortunado encuentro? Y en ese momento la naturaleza misma de la conversación cambiaría drásticamente, ¿no crees? Mis inquietudes desviarían la plática del curso que ésta habría seguido de no haber yo ingresado  en ella. Y si mis interlocutores, aquellos individuos que han decidido incluirme en su convivio, se empeñaran en mantener el rumbo de su conversación, haciendo a un lado mis curiosidades, silenciándome con falsas cortesías a fin de persistir en su tema, estaría en mí entonces permanecer con ellos, aceptar la posición adjunta a la que me han relegado, o abandonar por completo su compañía. Podría entonces sentirme ofendido o sentir incluso un poco de rencor, maldecir la falta de modales que han mostrado o simplemente no darle importancia al asunto y seguir en lo mío como si nada hubiera sucedido. Es muy probable que me decantara por esta última posibilidad. Por supuesto esto rebasa por mucho el punto que intentaba hacerte claro. Necesito contexto para saber de qué estás hablando. ¿Quién es el autor? ¿De qué habla su obra? ¿Por qué has decidido leerme ese pedazo? ¿Persigues algún fin con esto o sólo estás aburrido y deseabas compartirme tu lectura?» Sé que debí mantener la calma y no reaccionar como lo hice. Él, a su manera, tenía razón. Le había leído aquella frase de la nada y comprendía perfectamente por qué babs se mostraba desorientado. Debí decirle que estaba aburrido o cualquier otra inconsecuencia y no preguntarle, una vez más de la nada, si había visto a Elisa en los últimos días. «Creo que no entendiste el punto que deseaba hacer acerca de la importancia del contexto en una conversación. Ahora no sé si estás ejecutando un juego de asociación libre, sacando temas de la nada para ver mi reacción, o si existe en tu cabeza una relación entre la frase que leíste y tu pregunta relativa a Elisa. No descarto la posibilidad de que en realidad estés muy aburrido y desees hacer plática y para ello recurras a estas frases inconexas. De ser este el caso, puedo decirte que no hay necesidad. Somos amigos y confiamos el uno en el otro. No tenemos por qué recurrir a estas estrategias conversacionales, como si fuéramos desconocidos sin mucho en común que se ven obligados a platicar de algo por temor a que el silencio se aposente entre los dos, ¿no crees? Si he de serte franco, te he notado intranquilo durante los últimos días. No había querido mencionarlo. Mi apreciación podría padecer un sesgo, lo sé, y en ese caso habría sido inoportuno preguntar por la razón de tu inquietud. Pero al parecer hemos llegado a un punto de quiebre en el que resulta imperante hacer evidente que algo sucede.» ¿Qué podía responder a esto? Me había arrinconado. Pensé en decirle que era un arrogante, levantarme e irme. Aquello habría sido estupendo. Pero babs simplemente habría tomado mi arranque como una señal más de mi desequilibrio emocional de esos días, cosa que justo había hecho él evidente. Aquel exabrupto de mi parte sólo me habría hundido más en su estima. Así que sin más remedio y, siendo sinceros, viendo aquel momento como la oportunidad para poner las cartas sobre la mesa y quitarme el peso de tantos secretos de encima, le conté cómo Elisa había ido a mi casa, la manera en que su rostro transpiraba angustia, el semblante del desconsuelo, los tacones arrojados sobre la alfombra y las lágrimas que corrían mientras exponía los sinsabores que él, babs, mi amigo, mi compañero inseparable, le producía con su indiferencia y su temerario desprendimiento. No tenía sentido guardar nada. Había ocultado aquellas confesiones demasiado tiempo. Y una vez dicha la primera palabra fue cuestión de dejarme ir, de soltarlo todo, para después alejarme lo más que pudiera de aquel par de enamorados cuyas intrigas habían deshecho mi sistema nervioso. Mientras confesaba la visita de Elisa y su plan para llamar su atención con su ausencia, fui sintiéndome más ligero; incluso pude vernos a los dos, babs y yo, como si me hubiese desprendido de mi propio cuerpo y me encontrara en alguna atmósfera distinta a esta, en la cual flotara entre otros seres inmateriales, y allá a lo lejos, muy abajo, estuviera nuestra mesa y nuestras bebidas y el libro de Ahumada del que había leído la frase que había dado inicio a toda esta situación. Y babs me miraba consternado, como si le costara trabajo creer que hubiera podido ocultarle esta información por tanto tiempo. Con sus codos apoyados sobre la mesa y su mirada fija en mí, escuchaba con atención. Por momentos se agitaba, como si quisiera interrumpirme y expresar una duda o arrojar una afirmación o negar alguno de los hechos que de manera factual iba enumerándole. Pero resistía aquel impulso. Sus labios se contraían. Su respiración se aceleraba durante ciertos pasajes. No me interrumpió ni una sola vez. Quería escuchar cada detalle para hacerse una idea clara de la situación. Cuando finalmente di por concluida mi confesión pensé que había envejecido cien años. Una ligera llovizna caía sobre la ciudad y mis manos, por primera vez en días, habían dejado de temblar. Me he liberado, pensé.

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Si bien me encontraba en una posición incómoda

Treceava entrega de Mantua


Si bien me encontraba en una posición incómoda y la angustia trastornaba mi comportamiento, haciendo de mí un ser nervioso e irascible, mis penas eran diminutas en comparación con las experimentadas por Elisa, quien esperaba que su ausencia fuera notada y así su amor finalmente apreciado. Ya pueden imaginar lo lento que era el tiempo para ella durante esos momentos de espera e ilusión, como estar de pie a las 12 de la noche en los andenes vacíos del metro, observando fijamente el agujero por el que deseamos ver salir al vagón que nos llevará a casa, sin saber si la última corrida ya pasó y en realidad nuestra espera es en vano y el camino a casa será un tormento insufrible, lleno de frío y peligros y entonces, en retrospectiva, mientras contemplamos nuestro futuro inmediato con la mirada fija en aquel hoyo horizontal, descubrimos la falsedad de nuestro día, sus miles de inconsecuencias y la intrascendencia y vacuidad de nuestros esfuerzos. Por supuesto, una persona que jamás haya utilizado el sistema de transporte no comprenderá esta imagen y mi labor habrá sido en vano. Ese posible lector hipotético podrá achacarme el poseer un imaginario proletario. Por mi parte podría decirle desde aquí que su condición social es el cemento utilizado para erigir los pilares de su propio imaginario. Nada más desagradable que empantanarnos en fárragos de dimes y diretes, sobre todo cuando los enamorados esperan detrás del telón su llamada para volver al escenario. Y es que en el fondo, la incomprensión es un problema de compatibilidad de sensibilidades, el cual puede ser zanjeado con una simple labor de traducción. Acepto que mi utilización del metro fue tendenciosa y facciosa. La imagen podría traducirse en términos de colecciones de moda, por ejemplo, acercándola así a otras sensibilidades. En lugar de utilizar el sistema de trasporte público para describir el paso del tiempo para un personaje, podría haber dicho que aquella espera era para Elisa como tener un boleto para un viaje en crucero con una duración de un mes, y ver cómo la fecha de embarque se acerca sin que la nueva colección de verano de su diseñador predilecto arribe a la tienda. Ya ha visto las prendas en una página en línea y se había hecho la ilusión de vestir aquel vestido color mango con delgadas rayas índigo sobre la cubierta del barco; aberrante y ridículo sólo pensar en vestir su traje de baño del año pasado. Evidentemente las situaciones son diametralmente opuestas, así como sus implicaciones y consecuencias. Si ha perdido el último vagón, nuestro hipotético usuario del metro tendrá que regresar a las calles y tomar una decisión: caminar o tomar un taxi. Después de una larga jornada, caminar puede resultar extenuante. Por no hablar siquiera de los peligros que acechan a un peatón a la medianoche. Esta situación incluso podría terminar en un robo o una violación. En cambio, si se decanta por un taxi, es probable que sus ganancias del día sean dilapidas pagando ese servicio y en tal caso: ¿qué sentido tuvo siquiera salir aquella mañana de casa y trabajar todo el día tan sólo para dejar todo su dinero en manos del conductor? Por el otro lado, nuestra apasionada a los trajes del baño de diseñador, en el peor de los casos, tendrá que usar las prendas del verano pasado o, dios no lo quiera, comprar aquella marca pretensiosa que copia los diseños de su tienda favorita, cosa que todo el mundo sabe, al menos todo aquel que se jacte de ser alguien, pues al parecer aquellas arribistas, recién aparecidas en el escenario del jet-set, no se dan por enteradas y andan por allí, paseándose despreocupadas, luciendo aquellos aberrantes modelos. Qué risa. Evidentemente el mundo de la alta costura y el del sistema de transporte público tienen muy poco en común. Son realidades aparte, en las que, sin embargo, las emociones humanas acontecen por igual y en las que podemos encontrar equivalencias. Lo importante en estas situaciones, lo que nos atañe, es ese sentimiento de desesperanza y desazón, de inminente catástrofe, que se transpira ya sea esperando el último vagón o la llegada de la nueva colección de nuestro diseñador favorito. O, aún más importante para esta narración, la llamada de nuestro amado. Me gusta pensar que el último día antes de abordar el crucero, el marido de nuestra apasionada a la moda llega a casa y la sorprende mostrándole los modelos que tanto ansiaba. Los ha comprado en su último viaje a Los Ángeles. Sabía lo mucho que los deseaba y lo importante que eran para que ambos tuvieran unas vacaciones estupendas. Su relación está basada en esta especie de detalles. El equilibrio se ha alcanzado y ahora pueden seguir sus vidas tan alejadas del sistema de transporte público.

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Eso es lo que se llama un tiro por la culata

Doceava entrega de Mantua


Eso es lo que se llama un tiro por la culata. Tanto empeño había puesto Elisa en su treta, tanto sacrificio y tantas muestras de autocontrol había dado para no seguir el impulso de buscar a su querido, para que éste ni siquiera se diera por enterado. No es extraño que el enamorado demande la atención de su ser querido, en ocasiones hasta niveles insanos, pues es natural que quiera ser parte esencial de su vida y como tal quiera saberlo todo, cada variación de su sentir, aquel pensamiento que hizo que mordiera delicadamente sus labios, los sueños que lo atormentan por la noche y los recuerdos que brillan en su interior. El amor es insensato y el justo medio siempre le parece poca cosa. El amor es un totalitario rampante insensible a los dictámenes del juicio. El resto, lo que queda después, es un compromiso o un contrato, un acuerdo de convivencia, un pacto para evitar la soledad y no comer solo. Pero de eso a ser invisible para aquella persona a la que uno se ha entregado sin ataduras, ¡justo a esa persona de entre todas las que despiertan y andan en este mundo!, es algo difícil de tragar. Por suerte Elisa no tuvo que enterarse de que su ausencia, tan maliciosamente planeada, no había sido notada en lo absoluto. Fui yo quien tuvo la infausta fortuna de saberlo y aún más, como si mis desgracias no fueran ya suficientes, de callarlo. ¡Y no sólo eso! Bueno habría sido sólo ocultar el hecho que babs no había notado la ausencia de Elisa, sino que encima cada vez que la pobre me preguntaba por la reacción que su enamorado había tenido ante su repentina desaparición, debía yo elaborar una mentira. ¿Qué podía hacer? ¿Quién será el intrépido e insensible que se atrevería a juzgarme? ¿Acaso debía decirle, así, a raja tabla, con los ojos entrecerrados como un reptil de sangre fría, que babs ni siquiera se había dado por enterado? ¿Que su ausencia era poca cosa por no decir nada? ¿Y qué decía eso de su presencia? ¡Daba lo mismo si estaba o no! Ahora que lo pienso, lo más sensato habría sido vender todas mis cosas, comprarle un boleto a un lugar lejano y darle todo mi dinero para que rehiciera su vida en otra parte. Cualquier cosa con tal de evitarle aquella pena. Cualquier cosa con tal de salir de aquella posición en la que sin saberlo me habían puesto ese par enamorados. Ah, porque babs amaba, vaya que lo hacía, no nos engañemos en este punto. Quizá mis palabras no han dado hasta este momento esa impresión. Tampoco es que estemos ante un sujeto de lo más normal, con un comportamiento de catálogo y pensamientos ajustados a la media. Mi amigo es excéntrico e inusual pero no una máquina incapaz de sentir algo. Amaba, babs amaba a su manera. Podemos hacerle un juicio, crucificarlo y endilgarle todas las faltas que podamos amasar al vuelo, pero ¿a cuál de nosotros se le enseñó a amar correctamente?, ¿existe acaso tal cosa?, ¿amar correctamente?, ¿no vamos improvisando, ajustándonos en la marcha? En este caos, al menos algo está claro: a ninguno se le enseñó la manera justa de amar. Al igual que nosotros, nuestros padres fueron improvisando, así como sus padres y los padres de sus padres. Ni siquiera en la biblia encontramos una formula, los pasos a seguir. En el fondo el verdadero milagro es que sigamos intentando amar.

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Por eso decidí ocultar la verdad

Onceava entrega de Mantua


Por eso decidí ocultar la verdad. Nada me costaba decirle un buen día a babs que Elisa me había confesado su decisión de no volver a buscarlo. ¿Cómo habría reaccionado él? ¿Se habría reído despreocupadamente como un amante frívolo acostumbrado a los juegos de la pasión? ¿En su rostro habrían aparecido los signos propios de la más seria consternación? ¿Será posible que alguna ingrata lágrima se desprendiera de sus ojos aceitunados? Imposible e inaudito. Lo más probable es que estuviera tan inmerso en su tema del momento, aquella duda metafísica o curiosidad sociológica surgida de la nada o de la rotunda insignificancia del más cotidiano de los actos pero que paulatinamente, al irse conectando con otra información, habría ido creciendo en su mente hasta obtener dimensiones aparatosas, dejándolo incapacitado para realizar la más sencilla de las labores, ya no digamos desmembrar los finos matices de la sensibilidad de alguien como Elisa, que apenas y habría puesto la atención suficiente como para comprender la gravedad de mis palabras. Y está de más decirlo, por mi parte estaba espantado. Vivía en un estado constante de culpabilidad. Jamás le había ocultado algo a babs. No sabía cómo comportarme y mi nerviosismo era más que evidente. En los cafés, mientras charlaba con mi amigo, tiraba todo, platos, vasos, saleros y servilletas. Los meseros me veían malhumorados. Debía parecerles un inepto sistemático. No dudo que el dueño de más de un local haya conversado en la cocina con sus trabajadores acerca de la posibilidad de obligarme a pagar la cuenta de la lavandería. Así de manteles arruinaba. Tiraba sobre ellos las salsas, mis bebidas e incluso en una ocasión hasta la tinta de mi pluma. Con mi mente ofuscada por el pánico producido por lo que en esos delirantes segundos no podía ver de otra manera que como una deliberada traición, no vi en qué momento había comenzado a mascar la orilla de mi pluma. Cuando desperté de aquella ensoñación tan empapada de culpabilidad, la tinta negra corría libremente por el blanco del mantel y si alguien me hubiera realizado una prueba Rorscharch en ese instante, compeliéndome a interpretar las figuras arbitrarias de aquel río de tinta, habría dicho sin rechistar que en ellas veía un corazón negro, emponzoñado por la mentira y el engaño. Por suerte nadie me obligó a ello. Incluso babs ni siquiera parecía advertir mi enredo emocional. Por un lado deseaba serle fiel y por el otro deseaba cumplir la promesa hecha a Elisa. Estas dos fuerzas me tensaban al máximo, como una especie de tortura espiritual que llegué a interpretar, por las noches, en mi habitación, con las luces apagadas y el rumor de la ciudad colándose por mi ventana, como la primera encrucijada esencial que tendría en mi vida. Ahora lo sé, estaba experimentando una escisión existencial. Pasara lo que pasara, al final dejaría de ser quien hasta entonces había sido. Y lo que son las cosas, mientras me atormentaba, babs ni siquiera había notado la ausencia de Elisa.

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El rubor de una mujer enamorada es un fenómeno extraño

Décima entrega de Mantua


El rubor de una mujer enamorada es un fenómeno extraño que ha pocos les será dado contemplar y aún más pocos sabrán valorar en su justa medida. Almodóvar ha hecho su carrera persiguiendo esos delicados instantes pero no creo que haya logrado encuadrarlos meritoriamente. Al menos no a la manera en que lo hizo Godard en sus primeras películas, en especial en las tomas en que logra capturar los vaivenes espirituales de Anna Karina. La textura del blanco y negro, el mañoso jump-cut, la piel casi transparente con aquel par de jades negros incrustados en las cuencas oculares, el pelo oscuro y lacio enmarcando el rostro, hacen que como espectadores no tengamos más remedio que observar detenidamente las apenas perceptibles contracciones y modulaciones de aquel rostro, con miedo incluso a respirar por perder una de sus ligeras oscilaciones en las que se dan lugar las contradictorias emociones humanas. Karina sueña y es frágil y realista y la vemos con los pies en la tierra y haciéndose ilusiones y ser fuerte por instantes, antes que un agobio cruce su mente y la haga sentir un escalofrío. Es inocente y madura; lo sabe todo y lo olvida todo. Sabe que morirá y que el amor no resarcirá nada, que sólo el instante es sagrado y que al final incluso su sentimiento más puro se perderá en el lodazal de lo mundano. He de decir que me fue permitido contemplar un rubor similar aquella tarde en la que Elisa llegó desesperada y resoluta a mi departamento. ¿De qué otra manera habría consentido a participar en su plan? De acuerdo, dejar de buscar a babs difícilmente puede clasificar como un plan, pero ella me había hecho prometerle que no le diría a mi amigo nada. Jamás habría consentido a ocultarle nada a babs, de no ser por aquel repentino rubor que se encendió en su rostro enamorado. Sus ojos temblaron delicadamente y su corazón lanzó una dosis de sangre directamente a sus mejillas. Un momento estaba jugando distraídamente con las cintas de mi zapato, escuchando a Elisa decir cómo una persona así de desconsiderada como babs no merecía un cariño tan dedicado como el suyo, vamos, para no ir tan lejos, alguien tan abiertamente grosero no debería ir por ahí enamorando mujeres en primer lugar, cuando sentí que algo estremecía las paredes de mi apartamento. Levanté la mirada y en ese instante ocurrió. Elisa se ruborizó. ¿Le habría dado pena platicarme tan abiertamente sus penas? ¿O su vergüenza era acaso provocada por haber hecho consciente en ese preciso momento, mientras discurría acerca de sus sin sabores amorosos, lo mucho, lo peligrosamente demasiado que se había permitido dejarse llevar por su corazón? ¿Acaso fue justo en ese instante, sentada sobre mi sofá, con sus pies descalzos y entrelazados y sus tacones descansando como perros fieles sobre la alfombra, que se vio a sí misma como el resto la veíamos, a saber, una mujer ridícula y completamente obnubilada por los vapores del deseo? ¿Y ya que estamos en ello, lo suyo era amor, cariño, deseo o un simple capricho? La soledad puede ser dura para ciertas personas, las cuales preferirán lanzarse sobre cada oportunidad que cruce su camino para estar con alguien o para atrapar a alguien o para dejarse atrapar y dejar de estar consigo mismas y confundirse con el bullicio del mundo. Y el rubor, hay que decirlo, no tiene nada que ver con esto. Pues incluso si el sentimiento de Elisa fuera en el fondo sólo un capricho motivado por su pánico a la soledad, aún sí, la autenticidad del rubor no estaría en duda. Nada puede ponerlo en duda. Y en esto no puedo enfatizar lo suficiente. Sentimos vergüenza cuando alguien nos descubre haciendo o pensando algo indebido dada la circunstancia. Pero ésta se intensifica cuando somos nosotros mismos quienes nos sorprendemos realizando aquello que no considerábamos digno o acorde a la personalidad que hemos proyectado o quien teníamos pensado ser. Y si encima de esto alguien nos observa en el preciso instante en el que descubrimos aquella incongruencia en nosotros mismos, la vergüenza, si se tiene la gracia suficiente, da pie al rubor. Porque también hay que decirlo, no todos estamos capacitados para ruborizarnos, para ello hace falta gracia y  la habilidad de reírse de uno mismo. Un necio jamás se ruborizará. En este sentido el rubor es una virtud de aquellas personas capaces de observarse a sí mismas y a la vez aceptar el inmenso ridículo que habita en su interior. Y justo por esto me resulta tan endemoniadamente encantador e irresistible. Para mí presenciar un momento así es como contemplar el instante en que una paloma blanca explota a medio vuelo, deshaciéndose en incontables bolas luminosas que se expanden por el aire tan sólo para regresar segundos después a su forma original, reconstituyéndose de nueva cuenta en una paloma blanca que se aleja sonriendo sin saber que las plumas de su cola han mutado de color.

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