El gallo y la gallina, esa es la cuestión

Dieciochava entrega de Mantua


El gallo y la gallina, esa es la cuestión. No es el huevo o la gallina, como muchos suponen. ¿De dónde saldría el huevo sin la unión de aquellos dos sempiternos enamorados? Elisa lo sabía al igual que babs. Y no sé qué tan conscientes sean de ello, pero nuestros dos enamorados ejecutaban una danza tan vieja como el mundo, cuyos pasos se han incrustado en cada acto social. Es como si cada gesto, cada interacción, cada acción que realicemos estuviera impregnada de la carga simbólica propia del apareamiento. No es que todo sea sexo, como sugiere nuestro neurótico austriaco predilecto, sino que hemos erotizado cada milímetro de la experiencia humana. Algunos van más allá y argumentan que nuestros sistemas políticos y económicos, la manera que adquieren las agrupaciones humanas y sus particulares interacciones, están dictadas, en el fondo, por la reproducción. La propagación de la especie. ¿Y es que acaso hemos dejado de ser organismos vivos? Pero una vez que la reproducción se ha asegurado hasta cierto punto es allí donde comienza el profundo territorio de lo erótico. Es como si llegáramos a la conclusión de que una vez lograda la supervivencia de la especie pudiéramos ir añadiéndole guiños y detalles al acto reproductivo; en ocasiones incluso haciéndolo a un lado en pos de cada vez más intrincadas maneras de motivarnos sexualmente. Pero en el fondo, bajo toda esta parafernalia erótica, siguen estando el gallo y la gallina. Los enamorados. Elisa y babs. La amante y el amado. La abandonada y el olvidadizo. La dialéctica original. Los opuestos que se buscan tenazmente y que denodadamente intentan crear su propio mundo, aquella realidad supra terrenal e inalcanzable a la que todos los enamorados aspiran llegar y que, como una ilusión en el desierto, nunca se desvanece, sino sólo se aleja un poco más. Y entonces no hay más remedio que andar esos pasos extras, aunque aquel idílico lugar siga alejándose de nosotros. Romeo y Julieta jamás se besaron en Mantua.

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Somos tan distintos a las gallinas

Diecisieteava entrega de Mantua


«Somos tan distintos a las gallinas, babs. Tú lo sabes mejor que nadie. El gallo no anda por ahí especulando, pensando en el origen de la materia ni en la naturaleza de las coincidencias. El gallo no quita su vista ni un segundo de sus gallinas. Celoso protector. Las sigue constantemente y procura alejarlas de cualquier peligro. No le importará meterse con alguien veinte veces más grande que él. Sus gallinas van por el suelo picoteando granos y gusanos, sin prestar la mayor atención a los peligros circundantes porque saben muy bien que él está detrás de ellas, cuidándolas. A veces extraño ese sentido de protección. Pero ese es otro tema.» A diferencia del gallo, babs era alguien que no se preocupaba en lo más mínimo por su gallina. Vamos, y eso que era sólo una. De ser varias no quiero ni pensar en lo que podría haber pasado. «Nunca pretendí ser un gallo», respondió fastidiado. Aquella era una de las historias predilectas de Elisa, al menos eso concluí por el tono de voz exaltado que utilizó al recontarla, como el gorgoteo cristalino que produce el agua al salir del alargado cuello de una fuente. La anécdota a su vez dibuja adecuadamente el carácter de nuestro peculiar héroe, el cual el día que nos incumbe llegó de madrugada a la estación de trenes de nuestra ciudad y pensó que, viviendo a diez u once cuadras del lugar, lo más práctico, dado que su equipaje era ligero, sería caminar. El viaje, según su versión, había sido terrible. En su compartimento viajaban junto a  él un señor adusto, mal encarado, probablemente un agente de seguros con problemas gastrointestinales quien solía aceptar todos aquellos trabajos que implicaran largas horas de viaje para así alejarse de su esposa tantos días como fuera posible, y frente a él una mujer desgarbada, de pelo rizado en el que sobresalía una pinza en forma de garza, la cual sostenía en brazos a un niño de apenas unos meses, cuya desnudez era apenas paliada por unos calzoncillos que habría de suponerse eran originalmente blancos aunque ahora tiraban más a la escala de grises. «Ya, el niño no paró de llorar, ¿cierto?», le dije. «Bueno fuera», resopló babs. No sólo era el llanto del pequeño, sino algo había convencido a su madre que la gente a su alrededor debía enterarse de su historia, la cual iba algo así: Un hombre la había engañado prometiéndole amor eterno. Un clásico. Ella había creído cada palabra que había caído suavemente de sus labios y a los pocos meses había salido de entre sus piernas aquel bebé. Su príncipe azul la había engañado innumerables veces durante su embarazo. Pero ella había decidido hacerse de la vista gorda. Ya podrían aquellas otras regodearse con sus noches de placer, pues ella lo tendría de por vida y no sólo eso, no sólo su cuerpo, sino algo aún más importante, tendría su amor eterno. Y como evidencia de aquel lazo indisoluble y sagrado tendría a su hijo. ¿Qué más podía pedir? Y mientras ella contaba su aberrante historia de amor y su pequeño berreaba inconsolablemente, embarrando sus lágrimas y mocos en el cristal del compartimento, el hombre, quizá asqueado con los pormenores de la intimidad de aquella mujer, sentado lo más alejado posible de aquella escena, emitía de vez en cuando bufidos de desaprobación. Mientras tanto babs, en medio de todo esto, intentaba distraerse con el paisaje. Aunque viajando de noche había muy poco que ver a través de la ventana embadurnada con los líquidos del bebé. «Pensé ver unas nubes. Curioso. Supuse que debían ser árboles. Pero por un instante, al otro lado de la ventana, había blancas nubes esponjosas iluminadas por dentro.» Y así hasta llegar a la estación de tren. El agente de seguros no pronunció una sola palabra y antes de que el tren atracara ya se había levantado y se dirigía al final del vagón. Al despedirse, la mujer tomó con violencia la manga del saco de babs y le pidió unas monedas, las que fueran, lo que su corazón quisiera. «Pensé en decirle que debía tener más cuidado al escoger un hombre. No se puede andar por la vida entregando el corazón al primero que se aparezca. ¿Pero qué sentido tenía? Su amor era ciego y atolondrado. Saqué unas monedas y se las di. Intenté pellizcar cariñosamente la mejilla de su hijo pero este lanzó una mordida atroz que de haber alcanzado mi dedo sin duda lo habría arrancado, sumando así mi sangre al collage en el que se había convertido la ventana del compartimento, una composición hecha a partir de sus mocos, baba y lágrimas, de la cual Matisse habría estado orgulloso.» No había dormido ni un solo minuto durante el viaje y se dispuso a caminar hasta su casa. Se encontraba a dos cuadras de su destino cuando encontró al gallo y a sus gallinas. Eran las siete de la mañana y el sol iluminaba diáfanamente los objetos. Al salir de la noche las cosas se dilatan en definir sus contornos y a esa hora el mundo parece moldeable, como si estuviera hecho de una especie de gas espeso o una plastilina gaseosa en tonos pastel. «Lo primero que llamó mi atención, mucho antes que las gallinas, fue la espesura del cemento. Una luz dorada y transparente, como una pantalla, ilumina las cosas. No cae sobre ellas, más bien pareciera flotar por encima. De ahí la calidad espesa de los objetos y en este caso en particular del cemento de las escaleras que conducen a mi casa. La textura de aquel material tan tosco era delicada a esa hora, tan delicada y suave que incluso pensé que podría pasar mi mejilla rosándolo o hundir mis dedos en él.» Al final de las escaleras babs se encontró con las gallinas. Lo primero que llamó su atención fue la actitud segura y desafiante del gallo. «Podía pisarlo. Bueno, quizá no. No se trata de una hormiga. Pero bien podía patearlo, hacerle daño. Y él esto, cuya tarea era proteger, lo tenía clarísimo. Pero no por eso se arredró. Al contrario.» Curioso por naturaleza, babs decidió seguir al grupo de aves. Le interesó su dinámica. Observó a las gallinas ir por delante, siguiendo el rastro de comida. Mientras el gallo atento al grupo las seguía unos pasos atrás. Siempre alerta. Siempre desafiante. «Alguna vez los hombres fuimos así.» Mi amigo se sentó en el suelo, recargado en un árbol, y desde ahí observó aquella interacción social, al tiempo que recordaba la época en la que los hombres anduvieron esta tierra de manera similar. Bajo esta óptica resulta sencillo comprender al sultán y a sus esposas, tan parecidos a un grupo de gallinas custodiadas por su gallo. Él provee la seguridad y ellas se alimentan lo suficiente para poder procrear. Y cuando una enferma o muere, la vida del gallo pierde su sentido. Y desde ese instante rondará el mundo sin un propósito. Su fuerza, de la que tanto se pavonea, de nada sirve sin la compañía de una gallina. Enredado en estas consideraciones babs sin notarlo se quedó dormido y despertó horas después. Las gallinas se habían ido y varios de sus vecinos lo habían visto en aquella posición bajo el árbol. No comprenderían que su curiosidad lo había conducido a esa posición y no su incapacidad para controlar su bebida, suposición más cercana a la experiencia de aquellos que lo observaron dormir al aire libre aquella mañana dada la cantidad de vecinos que alcoholizados aparecían al amanecer estirados sobre la banqueta.

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Debe haber algo más que nos una

Dieciseisava entrega de Mantua


«Debe haber algo más que nos una, ¿no lo crees? Me resisto a aceptar que vivimos en un universo caótico e inconexo, regido por la confusión y el azar. Tampoco me compro la versión de Newton. Hablo de algo intermedio. Me figuro que existen entrelazamientos, uniones, nudos y senderos ocultos que subyacen la superficie de nuestra realidad, la cual ha sido fríamente analizada y catalogada por la razón. Para ponerlo en tus términos, sería un problema de traducción. Digamos que la razón intenta traducir la realidad y hasta el momento es la mejor herramienta con la que contamos, sin embargo, siempre que la traduce algo termina perdiéndose, algo simplemente no encaja y queda atrás o enterrado en un substrato al que irremediable y ridículamente terminamos incluyendo en aquello que hemos dado en llamar el misterio. Lo oculto. Lo desconocido. Figúrate un poema en francés y su traducción al inglés. Si el trabajo es bueno, la parte racional, lo anecdótico de la obra, pasará intacta. Pero las modulaciones, las texturas de las oraciones, los matices de las palabras, y aún más imprescindible el ritmo de las secuencias, en resumen aquello que podría llamar la magia de la lengua, las chispas que se desprenden del choque entre los sonidos, del golpe entre las consonantes y las profundidades acuosas de las vocales, la alquimia del lenguaje que transforma el vocabulario en una materia hasta entonces desconocida a través de la cual se expresan los tiempos y las personas, los sueños perdidos de nuestros antepasados, por supuesto, esto, todo esto jamás podrá ser traducido. La razón nos cuenta la anécdota. Pero la realidad, como el poema en su lengua original, jamás podrá ser traducida adecuadamente. Tendremos siempre una explicación simplista y quizá esto no sea nada malo. ¿Te preguntarás qué tiene que ver Elisa con todo esto? Ella pertenece al misterio, es la parte intraducible del poema. Bueno, en este sentido, todos lo somos. A lo que voy es que no creo que las personas se junten por casualidad. La naturaleza de nuestras relaciones pertenece a la sintaxis de la realidad. También es posible que esté intentando ver cosas donde no las hay. Supongo que debería dejar de especular y llamarla. Sobre todo, pienso que estas digresiones son mi manera de evadirla.»

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Supongo que en el fondo no creo merecer ser querido

Quinceava entrega de Mantua


«Supongo que en el fondo no creo merecer ser querido. Por eso termino lastimando a quienes más me quieren. ¿Te parece una estupidez? ¿Me considerarás enfermo? ¿Acaso tengo solución? Intento no ser así, créeme. Pero es una reacción natural. Una especie de reflejo. Es como si supiera qué tipo de persona fuera y me pareciera una rotunda estupidez que alguien decidiera, qué digo, ojalá fuera sólo una cuestión de decisión, más bien, que alguien ansiara irracionalmente estar cerca de alguien como yo. ¿En tan baja estima me tengo? ¿Acaso considero que lo peor que una persona puede hacer es estar cerca de alguien como yo? Ahora que lo pienso, esto tiene pinta de ser un delirio autocomplaciente. La fórmula es la siguiente: soy tan desagradable que si alguien desea estar cerca de mí debe ser porque a) no se ha dado cuenta, y por lo tanto es alguien ingenuo, o b) lo sabe y no lo importa, y entonces estoy frente a un degenerado. En cualquier caso tendré de antemano el motivo para alejarme. Es decir, antes de relacionarme ya tengo en el bolsillo mis excusas preparadas. Y sobre todo, en los dos casos, aunque yo sea alguien desagradable, la otra persona será un ingenuo o un degenerado. De ahí la auto complacencia. No quiero sufrir. Esa es la razón más sencilla y básica. Lastimo a quienes me quieren porque su amor me impele a corresponderles y si lo hago me pondré en una posición vulnerable y desde allí veré su cariño como una treta para ponerme en esa situación. Por eso prefiero lacerar. Es mi forma de decir, no me lleves a ese lugar. No nos hagamos esto. Detengámonos cuando aún estamos a tiempo. Aunque como bien sabemos, nunca estamos a tiempo. El instante es inaprensible y las palabras su eco.»

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No me pidió que hablara con ella

Catorceava entrega de Mantua


No me pidió que hablara con ella, que la hiciera reconsiderar su postura. Había abandonado su actitud confiada y racional. Se le veía vulnerable. ¿Acaso estaba resfriado y no lo había notado? Lucía pálido y bajo sus ojos unas sombras purpureas lo hacían ver triste y cansado. Incluso pensé que había empequeñecido y que la mesa ahora resultaba muy grande para él. «Siempre pasa lo mismo. Es una maldición. Un embrujo.» Estiró su brazo para alcanzar su vaso pero al tomarlo entre sus dedos fue como si éste de pronto fuera muy pesado para él. Cada gesto parecía costarle lo indecible. Me figuraba alguien tan sensible, alguien a quien la simple rotación terrestre marea, que en cuanto vi al mesero acercarse le pedí un vaso de agua. Dado lo acontecido durante las últimas semanas, en las que me había vuelto una especie de intermediario para los amantes, supuse que babs me daría un mensaje para Elisa. Pero mi amigo estaba lejos de hacer algo así. La información que acababa de compartirle parecía haberlo hundido en un océano de auto recriminaciones del que ni el eficaz buque de su afilada mente podía rescatarlo. Qué fácil es juzgar a una persona. Qué sencillo es malinterpretar sus acciones y sentimientos. Durante días había maldecido su insensibilidad, su falta de tacto, y ahora, frente a mí, ese ser al que creía una piedra impenetrable era un molusco esponjoso al que el más ligero cambio en la corriente de aire podía afectar terriblemente. Entonces recordé aquella imagen de él que consideraba perdida. Desde la banqueta puedo ver el ventanal de su habitación, y él, babs de pequeño, se encuentra encaramado en la esquina inferior izquierda, con la cortina arremolinada a su costado, cubriendo la mitad de su infantil semblante. Ha pasado tanto tiempo desde aquella tarde que por un momento dudo si he estado allí y he visto aquello o si no será que mi mente, ahora descomprimida, ha comenzado a inventarse recuerdos. Debe ser él. Debió ser así. Estuvimos allí, intento convencerme. Fuimos esos niños aunque ahora el tiempo nos haya arrojado en este café en el que a pesar del tamaño adulto de nuestros cuerpos nos es difícil creer que estemos teniendo una conversación de esta naturaleza. Porque el amor no existía en aquella época, definitivamente. En aquellos días nunca cruzó nuestra mente que algún día tendríamos que enamorarnos. Aquello es lo que hacían nuestros padres. Los adultos se enamoran. Nosotros no. Nosotros no comprendemos por qué lo hacen ni qué sentido tienen todos aquellos rituales a los que parecen someterse complacientemente. ¿Acaso han perdido la cabeza? Parecen tener una predisposición al sufrimiento. Quizá se nos escapa algo. Eso debe ser. Es imposible creer que los adultos se arrojen así, de manera tan torpe, a una situación de la cual es evidente saldrán lastimados. Y ahora estoy seguro que es él. Las memorias comienzas a llegar mientras babs luce compungido. Es esa misma expresión en su rostro la que observé durante aquellas lejanas tardes. Antes de conocerlo ya lo había visto. Era el niño de la ventana. No lo conocía pero sabía exactamente lo que estaba sintiendo porque yo también había estado en esa posición en la ventana de mi habitación. Y ahora que lo pienso nunca platicamos acerca de aquellas tardes. Cuando nos conocimos ninguno de los dos lo mencionó. Quizá resultaba bochornoso hablar de ello. Al menos a mí me habría desagradado que alguien me dijera haberme visto en la esquina de mi ventana. Esas cosas no se hablan. Cualquiera que haya estado en esa posición sabe a lo que me refiero. «Esa tarde comprendí que un día moriría. Podía ser dentro de ochenta años o al día siguiente. ¿Acaso moriría esa misma noche? No había seguridades. No había concesiones. Mi momento llegaría y no habría manera de escapar. Ni siquiera tenía caso preguntarme por qué a mí. Nos pasa a todos. ¿Pero ese qué consuelo puede ser? No me importa que le pase a todos, me importa que me pase a mí. Me preocupa que mañana pueda ya no estar aquí. Y si eso pasa, ¿qué sentido tiene estar hoy aquí? ¿Qué es el mundo? ¿No puedo esconderme en mi casa hasta que pase la muerte? No, no y no. Ni siquiera mi casa puede protegerme. Ni siquiera mi madre y mi padre. Ya no puedo cerrar los ojos. Ya no puedo respirar libremente cuando sé que cada exhalación es una menos. ¿Tenemos las respiraciones contadas? ¿Nos han concedido cierto número de pasos? De ser así, jamás volveré a caminar. Caminaré lo estrictamente necesario. Lo juro. Haré lo que sea. Esto es injusto. ¿Por qué nadie se ha rebelado? ¿Acaso todos están conformes con que las cosas sean así? ¿Pero qué somos? ¿Vamos a quedarnos con los brazos cruzados? ¿Me dejarán solo? ¿Estoy solo? ¿Todos lo estamos?» No, babs. No estamos solos. Nos tenemos el uno al otro.

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