Somos tan distintos a las gallinas

Diecisieteava entrega de Mantua


«Somos tan distintos a las gallinas, babs. Tú lo sabes mejor que nadie. El gallo no anda por ahí especulando, pensando en el origen de la materia ni en la naturaleza de las coincidencias. El gallo no quita su vista ni un segundo de sus gallinas. Celoso protector. Las sigue constantemente y procura alejarlas de cualquier peligro. No le importará meterse con alguien veinte veces más grande que él. Sus gallinas van por el suelo picoteando granos y gusanos, sin prestar la mayor atención a los peligros circundantes porque saben muy bien que él está detrás de ellas, cuidándolas. A veces extraño ese sentido de protección. Pero ese es otro tema.» A diferencia del gallo, babs era alguien que no se preocupaba en lo más mínimo por su gallina. Vamos, y eso que era sólo una. De ser varias no quiero ni pensar en lo que podría haber pasado. «Nunca pretendí ser un gallo», respondió fastidiado. Aquella era una de las historias predilectas de Elisa, al menos eso concluí por el tono de voz exaltado que utilizó al recontarla, como el gorgoteo cristalino que produce el agua al salir del alargado cuello de una fuente. La anécdota a su vez dibuja adecuadamente el carácter de nuestro peculiar héroe, el cual el día que nos incumbe llegó de madrugada a la estación de trenes de nuestra ciudad y pensó que, viviendo a diez u once cuadras del lugar, lo más práctico, dado que su equipaje era ligero, sería caminar. El viaje, según su versión, había sido terrible. En su compartimento viajaban junto a  él un señor adusto, mal encarado, probablemente un agente de seguros con problemas gastrointestinales quien solía aceptar todos aquellos trabajos que implicaran largas horas de viaje para así alejarse de su esposa tantos días como fuera posible, y frente a él una mujer desgarbada, de pelo rizado en el que sobresalía una pinza en forma de garza, la cual sostenía en brazos a un niño de apenas unos meses, cuya desnudez era apenas paliada por unos calzoncillos que habría de suponerse eran originalmente blancos aunque ahora tiraban más a la escala de grises. «Ya, el niño no paró de llorar, ¿cierto?», le dije. «Bueno fuera», resopló babs. No sólo era el llanto del pequeño, sino algo había convencido a su madre que la gente a su alrededor debía enterarse de su historia, la cual iba algo así: Un hombre la había engañado prometiéndole amor eterno. Un clásico. Ella había creído cada palabra que había caído suavemente de sus labios y a los pocos meses había salido de entre sus piernas aquel bebé. Su príncipe azul la había engañado innumerables veces durante su embarazo. Pero ella había decidido hacerse de la vista gorda. Ya podrían aquellas otras regodearse con sus noches de placer, pues ella lo tendría de por vida y no sólo eso, no sólo su cuerpo, sino algo aún más importante, tendría su amor eterno. Y como evidencia de aquel lazo indisoluble y sagrado tendría a su hijo. ¿Qué más podía pedir? Y mientras ella contaba su aberrante historia de amor y su pequeño berreaba inconsolablemente, embarrando sus lágrimas y mocos en el cristal del compartimento, el hombre, quizá asqueado con los pormenores de la intimidad de aquella mujer, sentado lo más alejado posible de aquella escena, emitía de vez en cuando bufidos de desaprobación. Mientras tanto babs, en medio de todo esto, intentaba distraerse con el paisaje. Aunque viajando de noche había muy poco que ver a través de la ventana embadurnada con los líquidos del bebé. «Pensé ver unas nubes. Curioso. Supuse que debían ser árboles. Pero por un instante, al otro lado de la ventana, había blancas nubes esponjosas iluminadas por dentro.» Y así hasta llegar a la estación de tren. El agente de seguros no pronunció una sola palabra y antes de que el tren atracara ya se había levantado y se dirigía al final del vagón. Al despedirse, la mujer tomó con violencia la manga del saco de babs y le pidió unas monedas, las que fueran, lo que su corazón quisiera. «Pensé en decirle que debía tener más cuidado al escoger un hombre. No se puede andar por la vida entregando el corazón al primero que se aparezca. ¿Pero qué sentido tenía? Su amor era ciego y atolondrado. Saqué unas monedas y se las di. Intenté pellizcar cariñosamente la mejilla de su hijo pero este lanzó una mordida atroz que de haber alcanzado mi dedo sin duda lo habría arrancado, sumando así mi sangre al collage en el que se había convertido la ventana del compartimento, una composición hecha a partir de sus mocos, baba y lágrimas, de la cual Matisse habría estado orgulloso.» No había dormido ni un solo minuto durante el viaje y se dispuso a caminar hasta su casa. Se encontraba a dos cuadras de su destino cuando encontró al gallo y a sus gallinas. Eran las siete de la mañana y el sol iluminaba diáfanamente los objetos. Al salir de la noche las cosas se dilatan en definir sus contornos y a esa hora el mundo parece moldeable, como si estuviera hecho de una especie de gas espeso o una plastilina gaseosa en tonos pastel. «Lo primero que llamó mi atención, mucho antes que las gallinas, fue la espesura del cemento. Una luz dorada y transparente, como una pantalla, ilumina las cosas. No cae sobre ellas, más bien pareciera flotar por encima. De ahí la calidad espesa de los objetos y en este caso en particular del cemento de las escaleras que conducen a mi casa. La textura de aquel material tan tosco era delicada a esa hora, tan delicada y suave que incluso pensé que podría pasar mi mejilla rosándolo o hundir mis dedos en él.» Al final de las escaleras babs se encontró con las gallinas. Lo primero que llamó su atención fue la actitud segura y desafiante del gallo. «Podía pisarlo. Bueno, quizá no. No se trata de una hormiga. Pero bien podía patearlo, hacerle daño. Y él esto, cuya tarea era proteger, lo tenía clarísimo. Pero no por eso se arredró. Al contrario.» Curioso por naturaleza, babs decidió seguir al grupo de aves. Le interesó su dinámica. Observó a las gallinas ir por delante, siguiendo el rastro de comida. Mientras el gallo atento al grupo las seguía unos pasos atrás. Siempre alerta. Siempre desafiante. «Alguna vez los hombres fuimos así.» Mi amigo se sentó en el suelo, recargado en un árbol, y desde ahí observó aquella interacción social, al tiempo que recordaba la época en la que los hombres anduvieron esta tierra de manera similar. Bajo esta óptica resulta sencillo comprender al sultán y a sus esposas, tan parecidos a un grupo de gallinas custodiadas por su gallo. Él provee la seguridad y ellas se alimentan lo suficiente para poder procrear. Y cuando una enferma o muere, la vida del gallo pierde su sentido. Y desde ese instante rondará el mundo sin un propósito. Su fuerza, de la que tanto se pavonea, de nada sirve sin la compañía de una gallina. Enredado en estas consideraciones babs sin notarlo se quedó dormido y despertó horas después. Las gallinas se habían ido y varios de sus vecinos lo habían visto en aquella posición bajo el árbol. No comprenderían que su curiosidad lo había conducido a esa posición y no su incapacidad para controlar su bebida, suposición más cercana a la experiencia de aquellos que lo observaron dormir al aire libre aquella mañana dada la cantidad de vecinos que alcoholizados aparecían al amanecer estirados sobre la banqueta.

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