Capturando el orden universal

Nos conocimos a finales de los ochenta. El director de la revista para la cual trabajaba en aquella época me anunció, al salir de una junta, que, desde ese malogrado día en adelante, estaría a cargo del espacio que destinábamos mensualmente a semblanzas de personajes destacados de la comunidad. Mi predecesor había estado trabajando, hasta su repentina renuncia, en un retrato de Carlos Ardor y yo debía darle seguimiento. Debo aceptar que cuando escuché su nombre no me vino ningún recuerdo de su persona o de sus logros. Para ese entonces, el excéntrico director de películas de bajo presupuesto, la mayoría de ellas centradas en el desarrollo de perturbaciones mentales, llevaba al menos una década lejos de la vida pública.

Recuerdo que al leer las notas dejadas por mi colega, una treintena de tarjetas de apuntes, tapizadas por una caligrafía presurosa y esquizoide, decidí comenzar aquella semblanza desde cero. Por suerte, entre aquellos garabatos, destacaba un número telefónico. Lo marqué y pregunté por el señor Carlos Ardor. Te estaba esperando, me dijo una voz, para mi sorpresa. Me imaginé que aquel individuo al otro lado de la línea me estaba confundiendo. Le repetí mi nombre y el objetivo de la llamada. Por eso, me dijo la voz, te estaba esperando. Y a continuación añadió: Necesitamos vernos de inmediato.

Debía pensar, supuse, que era mi colega quien le hablaba. Y decidí no alertarme o sugestionarme a partir de aquel extraño intercambio de palabras vía telefónica.

Cuando llegué a la dirección que me había proporcionado, no pude más que sorprenderme. Seguramente me había equivocado o había apuntado mal las indicaciones. El lugar era una casa cuya pared frontal parecía extraída de una pesadilla. El abandono cubría cada centímetro de ese muro cacarizo. Y, por si eso no bastara para explicar mi consternación, las ventanas que daban a la calle no sólo carecían de cristales sino que estaban atravesadas por alambres de distintos calibres, algunos de ellos coronados con cabezas de muñecas infantiles. Estaba a punto de abandonar aquellas inmediaciones y regresar a la oficina, cuando alguien entreabrió la puerta principal y me incitó a pasar.

—¿Carlos Ardor? —pregunté, con la esperanza de estar equivocado.

—Pasa, pasa —me dijo el hombre que sostenía la oxidada puerta de metal.

Dejando atrás la claridad del día, me adentré, a través de un angosto resquicio, hacía aquella especie de cueva urbana. Un sujeto delgado y calvo, de una edad indeterminada y con un inaudito destello en sus ojos, apareció frente a mí. Cerró la puerta y me invitó a seguirlo. Por dentro, el lugar era una letrina desproporcionada. El hedor a eses y humedad lo invadía todo. La luz era escasa y cada dos pasos mis pies chocaban irremediablemente contra uno de los incontables e inclasificables objetos que poblaban el suelo. Me era difícil seguirle el paso a mi guía dentro de aquel sombrío laberinto. Por fortuna, cuando la oscuridad se había vuelto imposible, mi anfitrión encendió una linterna.

—Por aquí —me dijo, ingresando a un cuarto cuyas paredes estaban tapizadas con aluminio.

Al ver aquella habitación no pude dejar de pensar que aquello era una trampa. La situación era excesivamente dramática. En verdad, me encontraba a diez minutos del centro de la ciudad. Sin embargo, aquel lugar no parecía estar regido por las coordenadas espacio-temporales convencionales. Carlos Ardor debió advertir mi reticencia e incomodidad, pues, antes de proseguir con nuestra labor, le pareció adecuado informarme respecto a lo que en ese momento estaba aconteciendo:

—Cada individuo se encuentra ligado a una especie de malla, de la cual es imposible desprenderse. Nuestras vidas se entrecruzan. Ningún momento puede salirse del orden de las cosas. Por eso he construido esta habitación. La llamo La cápsula fuera del universo. Aquí podremos dialogar sin temor de entrometernos con el mundo exterior y sus consecuencias.

Aquella explicación, tan desquiciada y pronunciada con tal naturalidad, casi me arranca una carcajada. A las claras, pensé, este sujeto ha perdido todo contacto con la realidad. Sin embargo, de alguna manera, aquel ambiente me era atractivo. Incluso estaba algo agradecido de que las cosas estuvieran yendo de aquella manera. Por lo general, los individuos candidatos a aparecer en la sección de semblanzas de la revista solían ser personajes portadores de un carisma convencional y un ego ilimitado y en continuo crecimiento, cuya notoriedad se debía, en la mayoría de los casos, a algún logro trivial y, por demás, común. Médicos destacados, abogados exitosos, políticos polifacéticos, amas de casa con un corazón de acero, policías incorruptos y profesoras de ballet clásico al filo de una crisis nerviosa, eran algunos de los personajes que habían aparecido hasta ese entonces en la sección ahora a mi cargo. Entre estas despampanantes personalidades se habían colado a la fiesta, por razones del todo ajenas a mí, un poeta (que, cuando no destinaba su tiempo a forjar rimas anacrónicas, administraba su negocio de helados), un músico y una pintora. Y estaba claro que Carlos Ardor, con su docena de largometrajes, su exacerbada misantropía y sus latentes delirios, no se ajustaba al perfil deseado. Pero ello, en lugar de desanimarme, me llevó a considerar que quizá podría darle un nuevo ángulo a las semblanzas.

Pensando en los cambios que le haría a la sección y después de escuchar aquella absurda explicación, ingresé a La cápsula fuera del universo, la cual, a pesar de su nombre futurista, era tan sólo un cuarto de dos por dos, tapizado con pedazos de lámina y retazos oxidados de aluminio. Según me explicó su creador, aquellas paredes metálicas impedían el libre flujo de partículas entre el exterior y el interior. La información, continuó diciéndome el cineasta, se transmite de diversas maneras. El habla, por ejemplo, es la forma más tradicional y mejor conocida por nosotros.

—Sin embargo —concluyó Carlos Ardor, al tiempo que cerraba la puerta de La cápsula—, el mayor intercambio informático se da a un nivel celular. Los límites del individuo son una ficción. En realidad nuestro cuerpo es el universo entero. Todos somos todo y todo es todo.

Maravillado ante la convicción con la cual pronunciaba sus sentencias, olvidé el propósito de La cápsula y extraje de mi chaleco una grabadora.

—Nada de grabaciones —sentenció el señor Ardor al ver mi aparato—. Lo que se diga dentro de La cápsula debe permanecer en ella.

Quise objetar aquella sentencia tan tajante. Pero, considerando con quién estaba tratando, decidí no decir nada al respecto. Y, en su lugar, intentando proseguir nuestra charla, le indiqué que lo que decía se parecía mucho a lo escrito por William Blake, para quien el cuerpo y los sentidos eran la cárcel de nuestro verdadero yo, el cual, por supuesto, era eterno e infinito.

—Por supuesto —dijo mi entrevistado—. Pero hay que llevar esa idea hasta sus límites. Si nuestro ser es eterno e infinito y nuestra individualidad es un artificio de la razón entonces nada me impide decir que yo soy William Blake.

Su argumento, aunque extraño, parecía no carecer de cierta lógica. Tampoco era el primero en pasear por aquel terreno de sincretismo religioso visionario. Borges, Freud y varias doctrinas orientales habían ya relatado semejantes posturas. Sin embargo, aunque interesante, temía perderme en aquel lodazal cosmológico, y decidí encauzar nuestra conversación hacia temas más mundanos. Le pregunté por sus cintas. ¿Qué lo había llevado a introducirse en el mundo del séptimo arte? ¿Y por qué lo había dejado?

Confieso que, al realizar tales cuestionamientos, esperaba las respuestas típicas. Después de varias entrevistas, uno puede llegar a predecir lo que el entrevistado contestará. Sin embargo, Carlos Ardor estaba lejos de caer en mi trampa. No mencionó ningún episodio sentimental de su adolescencia, ni confesó su fascinación por algún director encumbrado, cuya figura y poética lo habían llevado a realizar cine.

—Quería encuadrar el orden universal —dijo, después de un breve silencio.

Y el secreto para hacerlo, me confesó, se encontraba en las sincronizaciones. Éstas eran las costuras del universo. Las coincidencias no eran eventos gratuitos y faltos de sentido, al contrario, eran ellas las que mostraban el entretejido de nuestra realidad. Nuestra visión y entendimiento habían sido adiestrados, desde nuestra infancia, para filtrar tan sólo parte de la vasta realidad. Nuestra vida, como la conocemos, es sólo una representación de nuestro ser infinito. Lo que veíamos en el escenario del mundo era sólo una parcialidad del universo; el resto permanecía tras bastidores y eran las coincidencias los instantes en que lográbamos ver detrás del telón de la realidad.

Años después de nuestro encuentro, los hermanos Wachowsky lograrían acercarse a lo dicho por mi entrevistado con su película The Matrix. Al verla, no pude dejar de recordar lo dicho en aquella ya lejana plática dentro de La cápsula fuera del universo y, motivado por una creciente curiosidad, me propuse rentar las películas de Carlos Ardor. Encontrarlas resultó ser una tarea heroica. Finalmente, después de una ardua búsqueda, me conformé con las tres cintas que afortunadamente había localizado en una venta de garaje: El cometa surca el cielo; Las maravillas de lo inefable; El corazón de la realidad.

Los tres largometrajes, grabados con una cámara casera, prescindían de actores, guión o cualquier especie de elemento cinematográfico. Lo que mostraban las imágenes era lo que cualquiera de nosotros hubiera grabado al salir de su casa y caminar durante un par de horas: vehículos estacionados; niños jugando beisbol en la calle; hombres trabajando en una construcción; cables de luz colgando perezosamente de un poste a otro; árboles siguiendo el trazado de la banqueta; un parque; una tienda de abarrotes; estantes de productos; una voz que pregunta por el precio de unos cigarros; un hombre robusto detrás del mostrador que le dice al hombre con la cámara que está prohibido grabar dentro de su negocio; una pareja esperando un camión; etc.

Finalmente, mientras veía Las maravillas de lo inefable, descubrí que Carlos Ardor había sobrepuesto a las imágenes captadas un cronómetro. Aquel detalle, pequeño y aparentemente intrascendente, me recordó una de las cosas mencionadas por el director durante aquel encuentro en La cápsula.

—Fui el único hijo del primer matrimonio de mi madre —declaró Ardor—. Eso tuvo como consecuencia el que pasara mucho tiempo solo, sobre todo los fines de semana. Recuerdo que en esos días letárgicos, sin televisión o juegos electrónicos, al despertar, me quedaba tendido en la cama y comenzaba a contar. No hacía cálculos o cosas extravagantes. Tan sólo me limitaba a recitar los números, 1, 2, 3, 4… y así. Un día llegué hasta el 2345. Pude haber seguido, pero mi madre entró a mi habitación y perdí la cuenta. Sin embargo, un día, creo que era sábado, mientras me entretenía haciendo esto, descubrí que ciertos sonidos aparecían justo cada cincuenta números, por decir algo. No le presté mucha atención a ello. Pero, con el tiempo descubrí que no sólo los sonidos se sincronizaban con mi conteo, sino que el mundo entero a mi alrededor parecía obedecer al ritmo de mi cuenta. Aquello fue la primera pista que tuve del tejido oculto de nuestro mundo. Después pasé a experimentar cosas más elaboradas. Por ejemplo, me gustaba salir a la calle y caminar. En un momento dado pensaba en algo, por decir: en un león. Y entonces miraba a mi alrededor para ver si sucedía algo. ¡Y ahí estaba! No quiero decir que en medio de la calle de un suburbio de clase media apareciera un león, sino, al menos su representación se hacía visible, por ejemplo en un tatuaje en la espalda de un hombre. Aquello era como si el mundo fuera una extensión de mi mente, o, mejor aún, como si los dos, mundo y mente, fueran inseparables y se comunicaran de manera subrepticia, sin llamar la atención de la conciencia, la cual, estoy convencido, es el peor intermediario posible, la causante de los desfases entre la realidad objetiva y la subjetiva.

Con esto en mente, rebobiné la cinta de Las maravillas de lo inefable e intenté descubrir coincidencias entre las imágenes y el conteo del cronómetro, el cual, estaba convencido, Ardor había colocado justamente ahí para hacer visible aquellas sincronías. Pensando que descubriría algo, si no trascendental, al menos curioso, dediqué la tarde entera a observar detenidamente aquel fardo de imágenes inconexas y desmembradas, carentes de la más mínima estructura narrativa.

No encontré nada, por supuesto. Me sentía estúpido. Había llegado a creer, al menos remotamente, en las ocurrencias de aquel desequilibrado mental. Me consolé pensando que al menos sólo había gastado treinta pesos en la compra de esas películas.

Después de aquella desilusión, decidí olvidarme de aquel memorable entrevistado.

Finalmente, hace un año, me enteré de su muerte. Había fallecido en la pobreza total, en la misma casa en la cual lo había conocido. Me propuse asistir al funeral, pensando que, a pesar de todos sus trastornos, no merecía ser sepultado en el abandono total. Me imaginé que nadie asistiría a su entierro. Mi sorpresa fue grande cuando, al llegar al cementerio, descubrí que al menos una veintena de personas se encontraban alrededor de su ataúd. Pero fue aún más sorprendente encontrarme entre los allí reunidos al antiguo colaborador de la revista, aquel que había estado a cargo de la sección de semblanzas antes de que yo fuera el responsable.

Me acerqué a él y lo saludé. Había olvidado su nombre. Él no me reconoció. Le mencioné la revista y que, probablemente sin quererlo, había heredado su sección.

—Ah, esas semblanzas de mierda —dijo—. Duré dos años haciendo esas entrevistas y publicando esa sarta de trivialidades. Hasta que un día me tocó entrevistar a Carlos Ardor, quien descanse en paz. Esa fue la gota que derramó la jarra. Me dije: ¿qué hago a mis treinta años entrevistando a este desquiciado? Ese mismo día, después de conocerlo, al volver a las oficinas de la revista, renuncié. Y tú, ¿cuánto tiempo duraste haciendo ese trabajo de mierda.

En ese momento, afortunadamente, el padre a cargo de la ceremonia comenzó su rezo. Disimuladamente y sintiendo una profunda e inefable pena, me alejé de mi antiguo colega. ¿Qué habría pensado al enterarse que estuve diez años a cargo de aquella aborrecible sección?


Nada personal o «It´s just business, baby…»

“No, su Maliciosa Majestad, no hemos recibido respuesta alguna a nuestros comunicados,” respondió Franz, con suma gentileza, a la pregunta de su señor y amo.

Incrédulo ante lo que para él era una desvergonzada falta de mera cortesía, Satán azotó su puño contra el escritorio. Durante el último año había enviado, por medio de Franz, su secretario personal, una decena de comunicados dirigidos al Santísimo, solicitando una audiencia y, hasta el momento, no habían recibido ningún telegrama proveniente del Cielo. La falta de pericia en asuntos administrativos era un rasgo conocido del Todopoderoso y su cuadrilla de ángeles —más inclinados a refocilarse encima de una blanda nube, al son de un arpa, que a conducir labores propias del estado celestial—, pero aquella ineptitud, en algo tan simple como concertar una cita, enervaba, hasta su satánica médula, a su Maliciosa Majestad.

“Franz, al carajo. Nos presentaremos frente al Altísimo sin cita previa. Esto se ha vuelto sencillamente intolerante,” dijo Satán, incapaz de esperar más tiempo, sentado detrás de su escritorio, mientras contemplaba cómo su imperio se venía abajo.

La realidad era que, de unos años a la fecha, el Infierno, como organización avocada al comercio de almas, había perdido terreno en el de por sí devaluado mercado espiritual. Eran tiempos difíciles. El número de personas que creían en un castigo eterno era cada vez menor, a pesar de las cuantiosas campañas publicitarias impulsadas por el ministerio de propaganda de su Maliciosa Majestad. Y, por supuesto, aquel engendro llamado posmodernidad dificultaba enormemente la captación de almas. Un acto perverso o malicioso, el cual, en otros tiempos, le habría valido a su perpetrador un pase inmediato al Infiero, era hoy en día evaluado desde una diversidad de ángulos —basados todos ellos en distintas teorías éticas—, los cuales entorpecían a un grado absurdo la labor de condenar o salvar al pecador. Una consecuencia evidente de este embrollo religioso era que el crecimiento estimado del acervo infernal se había estancado, mientras que, a la par, los números del Purgatorio y del Cielo, sus competidores ancestrales, habían aumentado estratosféricamente. Sus colaboradores más cercanos le habían sugerido reconsiderar su ya legendaria postura frente al Bien. Quizá, había dicho uno de ellos, sería prudente que su Maliciosa Majestad estimara la posibilidad de fusionar nuestra organización con la empresa celestial.

“¿Beckett, me propones vender mis acciones al Todopoderoso?” cuestionó Satán, indignado ante la insinuación de su colaborador, quien, por su parte, tan sólo se había limitado a presentar la mejor opción dentro del panorama actual.

“Durante siglos he sujetado las riendas de mi infausto imperio con fortaleza y tenacidad, Franz,” le dijo su Maliciosa Majestad a su secretario, ya en privado, “pero últimamente mi pulso no es el que solía ser. Tiemblo. Vacilo. Los espíritus malditos ya no son lo que eran antes. Ricardo Tercero, Nerón, Hitler; ese tipo de hombres condenados y perversos hasta el tuétano han quedado atrás. Ahora los personajes que conducen las matanzas más sangrientas, aquellos que llevan a cabo las más grandes maldades, son hombres de bien, religiosos y devotos, que en casa son amados y respetados. No puedo competir contra el Cielo y su odioso programa de Matar en nombre de Dios. Mis tentaciones y vilezas parecen cosas de niños cuando las comparas con las tretas de esos hijos del Señor. Y esto sin hacer mención de ese detestable relativismo moral tan de moda, del cual, el único que ha salido beneficiado es el Purgatorio. Antes sabías cuándo un hombre era un ser despreciable y estaba obligado a residir eternamente en nuestras instalaciones. Pero ahora, el papeleo necesario para llevar a cabo la captación de un alma es simplemente monstruoso. ‘Sí, violó y mató a su hija,’ te dicen los abogados, después de estar en un Tribunal Espiritual, ‘pero, la defensa dice que a los diez años salvó a un gato y que cumplió fielmente con sus oraciones. Además, argumentan que su violencia se debe a un abuso sufrido de pequeño.’ O peor aún,” continuó Satán, recostado sobre su imperial lecho, mientras Franz, diligente, masajeaba sus patas de cabra y lo escuchaba con paciencia: “‘El acusado es el causante material de la muerte de más de cuarenta mil hombres, pero los abogados del Cielo sostienen que sus acciones son motivadas por un corazón noble y generoso. Además, persigue un bien mayor.’ Charadas, les digo. El cielo y sus engorrosos trámites legales no son para mí más que una mala broma. Cómo desearía que las cosas fueran como antes, Franz. Debiste estar aquí cuando el ser pagano era razón suficiente para condenar tu alma. Ahora no puedo ni siquiera… Ay, ay ay, cuidado, Franz.”

“Listo,” dijo su secretario personal, mostrándole la astilla que le había sacado de su pezuña.

“Ah, era eso lo que me molestaba. No sé de dónde la habré sacado.”

“Seguramente se le clavó esta mañana, cuando su Majestad perseguía a ese encantador rebaño de Ninfas en el Bosque del Averno.”

“Sí, Franz, puede que estés en lo correcto. Pudo ser cuando…” y lentamente Satán, ante la entrañable imagen de aquellas adorables Ninfas, mostrando sus turgentes muslos y saltando despavoridas y excitadas ante la presencia del demonio, fue quedándose dormido.

Sin embargo, no había vuelta atrás, la resolución había sido tomada. Y al despertar, sin más dilaciones, Satán ordenó a su secretario preparar su maleta de viaje. Sin previo aviso, ellos dos saldrían esa mañana rumbo al Cielo. La situación era crítica y ameritaba medidas drásticas. Su Maliciosa Majestad no había vuelto al Paraíso desde su dramática expulsión, unos cuantos milenios atrás. En ocasiones, sentía cierta nostalgia por el lugar que lo había visto nacer. Pero, hasta entonces, su orgullo le había impedido realizar un viaje a su terruño. Varios amigos, residentes celestiales que en público desdeñaban a Lucifer, pero que en la intimidad aún guardaban sentimientos por su viejo cofrade, le enviaban de vez en cuando postales desde el Cielo y le informaban acerca de sus antiguos conocidos. Pero, estando, nada más y nada menos, su imperio en juego, Satán decidió evadir la nota sentimental de su visita y concentrarse solamente en el aspecto profesional.

Ya en el cielo, San Pedro, al reconocer a los dos peregrinos que se acercaban a sus puertas, tomando unas hojas de su escritorio al azar, decidió hacerse el ocupado. Aún le guardaba rencor al Diablo por haberlo hecho negar a su Señor tres veces. Siempre se había considerado a sí mismo como el discípulo más fiel de Dios y la vergüenza que había experimentado aquella mañana de hace dos mil y tantos años aún se agitaba en su interior.

“Buenos días, Pedro, venimos a ver a tu Señor,” le dijo Franz, con suma educación.

Sobreactuando su papel, Pedro continuó haciéndose el ocupado; tomaba unos documentos y los ojeaba; firmaba un papel; engrapaba algo; buscaba en su gaveta un clip o una calculadora; hacía todo lo que estuviera a su alcance, a fin de no prestar atención a los dos sujetos frente a su escritorio.

“Pedro,” gritó Satán, finalmente, impacientado, “ábrenos tus puertas.”

“¿Tienen cita?”

“No, pero soy Satán y demando ver a tu Señor.”

“¿Y por qué debería obedecerte, a ti, que me engañaste esa mañana, haciéndome negar no una, ni dos, sino tres veces a mi Señor? Eres un embustero, un ser ruin y repelente. Te recomiendo que regreses, con todo y tu pestilencia, a tu mazmorra y nos dejes en paz.”

Desconcertado ante la falta de respeto tan evidente en las palabras de Pedro, Satán, de no haber sido por la sensata intervención de su secretario, habría respondido con violencia. Por suerte, Franz, justo cuando su amo estaba a punto de increpar al discípulo, sujetó el brazo de su Maliciosa Majestad, reconviniéndolo a moderar su postura.

“Vamos, Pedro, no lo tomes de manera tan personal,” dijo Satán. “Además, han pasado cientos de años desde entonces. Y, de lo que puedo ver, no te ha ido tan mal. Tu amo fundó su Iglesia sobre ti. Eso no puede ser tan malo, ¿eh?”

“Te conozco, Satán. Conozco tus artimañas, ángel rastrero. Pero tienes razón, no me quejo, gozo de una buena posición en la empresa celestial. Sin embargo, desde aquella mañana, no he dejado de pensar hasta dónde habría llegado mi carrera de no haber pronunciado aquellas malditas tres negaciones.”

Como un experimentado agente de ventas, Satán, al detectar el punto débil de Pedro, decidió aprovecharse de ello de inmediato: “Justo a eso vengo, Pedro. Me parece que mi relación con Dios se ha distanciado mucho y me gustaría entablar un diálogo con él, a fin de establecer nuevas cláusulas que nos permitan mejorar nuestro negocio. Estando con él, nada me costaría echarte una mano, diciéndole que en verdad me costó trabajo hacer que lo negaras tres veces y que no conozco otro discípulo suyo tan leal y competente. ¿Qué te parece?”

Entusiasmado por las promesas de Satán, Pedro decidió dejarlos pasar; pero no sin antes advertirles que las instituciones celestiales, después de tantos años, como cualquier mecanismo, se habían entorpecido bastante.

“Incluso, hace trescientos años, cuando por un descuido perdí las llaves del Paraíso, reponerlas me tomó cerca de un lustro. Imaginen la fila de almas en pena esperando a las puertas del la paz eterna. Les digo, el papeleo para llevar a cabo cualquier acción, incluso la más trivial, es demencial. Nadie está en su oficina y concertar una cita es una tarea titánica. Primero te dicen que te dirijas a tal Ministerio y una vez que llegas a ese lugar te dicen que no, que tu asunto se resuelve en tal o cual lugar. Les recomiendo ser pacientes y en ningún momento enemistarse con algún funcionario; son rencorosos como ellos solos.”

Franz y Satán tomaron las palabras de San Pedro como las típicas de un sujeto amargado y frustrado, al cual han relegado durante años a un puesto insulso y mal pagado, lejos de la toma de decisiones. Más les valdría haberlo escuchado con mayor atención, pues lo que encontraron en el Cielo fue justamente lo que les había descrito. Al parecer, en el Paraíso sólo se podía hacer algo si venías recomendado por alguien. Las distintas secretarias a las cuales solicitaron una audiencia con Dios los miraban con cierta reserva y los sometían a una ridícula lista de preguntas, antes de enviarlos a otra oficina, donde, a su vez, tenía lugar una escena similar a la anterior. Tras pasar horas dando vueltas de un lado a otro, los dos emisarios del Infierno decidieron descansar cerca de una fuente. Satán no paraba de maldecir su suerte. ¿De qué demonios servía ser el Diablo, se preguntaba una y otra vez, si de cualquier manera iba ser tratado como un simple mortal? La indignación corroía su orgullo maligno. Por suerte, estaba tan agotado que le era físicamente imposible hacer una rabieta. Franz, mientras tanto, aunque un tanto vapuleado por tanta vuelta, tanto pasillo y tantas recepciones, parecía estar disfrutando el paseo. A diferencia del Infierno, donde los habitantes estaban torturando o siendo torturados, donde todos llevaban las marcas de los grilletes en sus extremidades y un rampante frenesí sadomasoquista parecía ser la tónica predominante, en el Paraíso los ángeles, bellos y sofisticados, papaloteaban por entre las nubes con una grácil desenvoltura. Algunos jugaban bádminton; ayudándose con sus alas para llegar a la etérea plumilla. Otros copulaban en el aire. Otros reían solos. Pero la mayor diferencia con el Infierno era aquella esplendorosa limpidez que parecía bañarlo todo con su blancura. Definitivamente, pensó Franz, podría quedarme aquí.

“Arriba, Franz. Arriba,” dijo Satán, excitado. “Si mis ojos no me fallan, aquel hombre de la túnica color vino parece ser el profeta Isaías, mi viejo amigo.”

“¡Arcángel Lucifer!” gritó el decrépito profeta, al ver a su antiguo conocido.

“¡Viejo amigo, Isaías! No has envejecido un ápice durante los últimos milenios.”

Después de abrazarse, los dos amigos se contemplaron un breve instante en silencio, incrédulos de lo que frente a sus ojos se presentaba.

“¿Pero qué te trae por aquí, Satán?” preguntó Isaías, finalmente.

Entonces su Maliciosa Majestad aprovechó el momento para poner al tanto a su amigo de su precaria situación. El profeta, al escucharlo, meneaba la cabeza de un lado a otro, con aparente disgusto.

“Se ha vuelto ambicioso,” repuso Isaías, después de que Satanás le explicara el motivo de su visita. “El Señor solía ser sabio y generoso. Pero el éxito lo ha seducido. Por supuesto que te ayudaré, Lucifer. Siempre fuiste uno de mis arcángeles predilectos y no sabes lo mucho que me duele verte así. De hecho, vengan conmigo, justo ahora me veré con él.”

Los dos visitantes infernales, guiados por el profeta, luego de ascender una escalera de cristal, al atravesar una nube blanca y gigantesca, dejaron atrás el esplendor característico del Cielo y, para su sorpresa, ingresaron en una atmósfera, curiosamente familiar para ellos, algo sofocada, a media luz y llena de humo. El lugar parecía más un garito de apuestas ilegales que propiamente un rincón del Paraíso. Y, en efecto, como pudieron comprobar de inmediato, al fondo del lugar, cuatro siluetas sentadas alrededor de una mesa jugaban a las cartas. En cuanto uno de los apostadores divisó a los recién llegados, se levantó y preguntó: “¿Eres tú, Isaías? ¿Por qué vienes acompañado? Sabes muy bien que no podemos traer visitas a este lugar.”

“Señor, sé muy bien que sólo miembros de nuestro club pueden ingresar a este espacio, pero creo que la identidad de al menos uno de estos caballeros le hará comprender mi atrevimiento.”

“Hola, Iahvé,” musitó Satán, detrás de Isaías.

“¿Satán, eres tú?” dijo Dios, incrédulo. Pero pronto despejó sus  dudas. Acercándose al grupo de los recién llegados, pudo observar los legendarios rasgos del arcángel caído. “Vaya sorpresa. ¡Cuánto tiempo sin verte!” Y, contemplándolo con mayor detenimiento, el Señor observó: “Satán, amigo, disculpa la ironía, pero luces muy desangelado.”

“Como podrás adivinar, no he venido aquí para intercambiar consejos de belleza,” dijo Satán, incapaz de controlar la ira que le despertaba, entre otras cosas, el cutis perfecto que ostentaba con sumo orgullo y vanidad el Señor.

“Ya lo creo,” dijo el Señor, olvidando su sonrisa fácil y mostrando ahora un rostro paralizado por la seriedad. “Veo que has traído a Kafka. ¿Cómo estás, viejo amigo? ¿No me guardarás rencor por haber enviado tu alma al Infierno, o sí?”

Franz le aseguró que entre ellos no había malos sentimientos. De hecho, le explicó, le estaba agradecido. Al morir había sido enviado al purgatorio, donde le informaron que su proceso tendría que ser estudiado por varios peritos en la materia. Al escuchar aquello, Kafka casi se va para atrás del susto. De inmediato solicitó que su caso fuera resuelto. Manifestó que no le importaba ir al Cielo o al Infierno, con tal de que no lo obligaran a atravesar un tedioso e incomprensible proceso más.

Después de aquella explicación, con amabilidad, el Señor invitó a los recién llegados a unirse a la mesa de juego, donde dos Santos y un profeta esperaban con visible ansiedad continuar la partida interrumpida.

Una vez sentados alrededor de la mesa, el Señor tronó los dedos y un crupier comenzó a repartir las cartas, al tiempo que un par de mujeres, despampanantes y semidesnudas, montadas en patines, servían bebidas al grupo y retiraban ceniceros. Satán miraba desconcertado lo que ocurría a su alrededor. Era él su Maliciosa Majestad y nadie parecía reparar en ello. Estaba siendo tratado como un ludópata amateur, o, peor aún, como un niño curioso que por casualidad había dado con unos adultos que jugaban a las cartas. La irritación volvió a consumirlo y, mientras los demás jugadores recibían sus respectivas manos, se levantó de golpe, haciendo que, con su vehemencia, una de las mujeres en patines perdiera su equilibrio y cayera al suelo junto con el daiquirí que había solicitado Franz y el whisky doble del Señor, y, con su voz encendida por la ira, vociferó:

“¡No he dejado el Infierno para venir a verte jugar una partida de póker, astuto mojigato!”

Sin inmutarse, el Señor, enarcando una ceja, lo miró un par de segundos, antes de decir, con una voz modulada e impasible:

“Lo sé, Lucifer. Ahora, te ruego, siéntate y dime a qué has venido.”

Sorprendido por aquella ecuanimidad, Satán obedeció y, retomando su lugar en la mesa, comenzó a relatarle al Señor los motivos de su visita: el negocio de las almas iba mal; pensaba que las reglas del juego habían cambiado, dejándolo a él y a su compañía en una mala posición; etc.

El Señor, después de escucharlo con atención, le dijo:

“Como veo las cosas, creo que te has asesorado mal. Para empezar, en el Infierno no hay un organigrama claro. Nadie sabe a bien cuáles son sus funciones. Pretendes administrar aquello como si fuera una rosticería o un puesto en un mercado del siglo X. El mundo de los negocios no es lo que era antes, Lucifer. Míranos a nosotros. Tenemos una organización horizontal. Desde el principio decidimos repartir las obligaciones. En lugar de tener un solo jefe, decidimos crear la Trinidad. Una idea excelente, adelantada a su tiempo. Así, las decisiones son tomadas en grupo. De tal manera, lo que se me escapa a mí, lo puede ver el Hijo o el Espíritu Santo. ¿Comprendes? Además, en el mercado de las almas existe la libre competencia. ¿No pretenderás acusarme de monopolio? Además, si tu negocio va mal, ¿crees que la mejor solución es venir a lloriquear aquí? Vamos, Satán, ya es hora de que madures un poco.”

Por suerte, Franz e Isaías lograron sujetar a tiempo a su Maliciosa Majestad, quien, ante la aparatosa inquina de aquellas palabras, se había arrojado hacia el Señor, dispuesto a, si no solucionar la situación, al menos no irse en blanco de aquella contienda, la cual, a las claras, iba perdiendo.

“¿Quieres arreglar esto?” le gritó el Señor a Satán, perdiendo la calma. “Solucionémoslo ahora mismo. Venga, juguémonos nuestros reinos en una partida de póker.”

Su Maliciosa Majestad escuchó la propuesta con cierta desconfianza. Sabía que su adversario era tan bondadoso como avieso. Tantos años en el universo le habían enseñado un par de trucos. Después de pensarlo un rato, le preguntó:

“¿Qué apostaríamos?”

“Vamos, no te hagas el inocente, Satán. El que gane se queda con todo, Cielo e Infierno.”

“Y entonces,” preguntó Satán, después de pensar la propuesta unos instantes, “¿qué sentido tendría separar las almas en buenas y malas, si, finalmente, todas caerían bajo los dominios de una misma organización?”

“Ah,” bufó el Señor, “lo que me faltaba, ahora te ha dado por filosofar. ¿Estamos haciendo negocios o chachareando solamente?”

“Creo que sólo estamos perdiendo nuestro tiempo,” dijo Satán, al tiempo que con un gesto le hacía saber a Franz que había llegado el momento de retirarse. “Prefiero que el Infierno se vaya a la banca rota a entregártelo.”

“Eh,” dijo el Señor, cuando Satán y su acompañante ya se dirigían a la puerta, “no te lo tomes personal. Así son los negocios. Ya vendrán mejores tiempos para ti.”

“Vaya,” le dijo Satán a su secretario, durante su regreso al Infierno, “después de una eternidad, sigue siendo el mismo.”

Cien días de soledad

Habría querido que la novela de su vida iniciara de la siguiente manera: Muchos años después, frente a un público enfebrecido, el músico Artemio Hinojosa había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a la sala de conciertos para escuchar a la orquesta del pueblo. Pero la realidad, en ocasiones tan contundente y tan alejada de nuestros sueños, era que, en su ciudad natal nunca hubo una orquesta, que su padre fue, en palabras de su madre, un catarrín insalvable, que nunca se preocupó por él, y que las audiencias frente a las cuales se había presentado a lo largo de veinticinco años de carrera profesional jamás habían lucido bastante animadas.

Tampoco se quejaba demasiado. No era una persona amargada. Había tenido suerte y había gozado su parte. Pero, desde su lesión en la muñeca, su ánimo había decaído, obligándolo a, con tanto tiempo libre, regodearse en la nostalgia y los sueños insatisfechos. Su mujer, Clara, al tanto de su vapuleado estado anímico lo miraba con cierta reserva e intentaba no convivir mucho con él. Veinte años de matrimonio le hacían saber que en aquellos oscuros momentos era mejor dejarlo solo.

Lázaro, el tecladista del grupo, le había advertido ya que no se lavara las manos con agua caliente. “Es malo para las articulaciones,” le había dicho en incontables ocasiones. Pero Artemio había decidido no escucharlo. Finalmente, un dolor apareció en su muñeca. Nada grave. Al principio era más una molestia que un intenso dolor. Pero conforme la gira fue avanzando, Artemio, a fin de subir al escenario, pasó de usar los simples ungüentos a los analgésicos, hasta llegar, en el último concierto, a requerir la asistencia de una especie de opiáceo bastante intenso, que, además de hacerle olvidar el dolor mientras agitaba sus maracas, le hizo ver cómo la audiencia, en un abrir y cerrar de ojos, se transformaba en un inmenso monstruo, parecido a un dragón de tres cabezas, que, iracundo y majestuoso frente a él, bufaba y agitaba su alargada y asquerosa cola. Para su fortuna, ese día, el contrato que obligaba legalmente a su agrupación de los últimos diez años, Los Sonidos de la Sierra, a realizar treinta conciertos, en distintos poblados del estado, concluía.

Durante la parte final de la gira, Lázaro y sus demás compañeros, al verlo sufrir, le habían dicho que no se preocupara, que descansara. Pero él, con un sentido de la responsabilidad, casi heroico, se había negado a dejarlos subir al escenario sin él.

“Te vas a lastimar más,” le había dicho Omar, el bajista. “Mejor quédate en la habitación del hotel.”

“No es para tanto,” dijo él, estoico, al tiempo que su muñeca experimentaba agudas punzadas.

Nadie logró disuadirlo, ni siquiera el médico que le recetó los opiáceos. Y, en verdad, era el parecer del grupo, las maracas no eran del todo fundamentales. Bien podrían prescindir de ellas durante un par de conciertos. Pero, desde luego, nadie tenía el coraje necesario para decirle eso a Artemio. Aquellas palabras lo habrían deshecho. Sobre todo a él, quien, durante su carrera profesional, se había dedicado a perfeccionar el arte de las maracas.

Verlo tocar era una epifanía. Cualquiera que haya supuesto que tocar las maracas es cosa de niños, al ver a Artemio agitar sus manos, con su instrumento cascabeleando por el aire, habría cambiado de parecer al instante. Sus movimientos en el escenario eran sutiles y el sonido que se desprendía de sus maracas acompañaba la melodía de una manera natural. Los demás músicos de Los Sonidos de la Sierra se sentían orgullosos de contar con él. Más de una revista musical había descrito su estilo como revelador. Y nada podía complacerle más que escuchar éstas críticas tan positivas, a él, quien siempre, desde sus inicios, y a despecho de la opinión general, había visto en las maracas un instrumento tan digno y completo como el arpa o el piano.

Pero, después de un cuarto de siglo apareciendo en los más diversos escenarios, después de una vida llena de logros, el destino parecía enfurruñarse con él, constriñéndolo a una vida sosegada y lejos del bullicio ensordecedor de los conciertos. Ahora, en la soledad de su despacho las viejas y olvidadas sombras de su pasado volvían, con su antigua y renovada energía, a ofuscar su inestable ánimo.

Su médico de cabecera, además de espantarse cuando Artemio le mencionó el medicamento que le habían suministrado a fin de sobrellevar la última fecha de la gira, confirmó el diagnóstico de su colega. La lesión era seria. Debió haberse cuidado. No debió seguir tocando. Si se hubiera atendido a tiempo y si hubiera guardado reposo, habría sanado de inmediato. Pero, había sobreexplotado a su muñeca y ésta estaba gravemente herida. Lo mejor era que dejara de tocar, al menos durante tres meses.

“¡Tres meses!” resopló Artemio, con incredulidad.

“Sí, tres meses,” dijo el médico. “Durante ese tiempo te prohíbo acercarte terminantemente a tus maracas. El único movimiento al que expondrás a tu muñeca será al de los ejercicios terapéuticos que yo mismo supervisaré. Lo siento, Artemio,” concluyó el profesional de la salud, quien además era un viejo conocido, “conozco la pasión que sientes por la música. Pero, si deseas curarte, deberás confiar en mí.”

“Tres meses,” pensaba Artemio, intermitentemente, sentado en el sillón de su oficina, “casi cien días.”

Su situación le era atroz. Aquel cautiverio emponzoñaba su espíritu. Su mujer, aterrada, detrás de la puerta de su despacho, lo escuchaba hablar consigo mismo. Y, cuando entraba para servirle su sopa de codos y verduras, Artemio le dirigía en silencio una mirada llena de rencor, como si ella fuera la causante de todos sus males. Ni siquiera las visitas de sus compañeros musicales lograban alisar su ánimo. De inicio, frente a ellos intentaba comportarse valeroso. Les decía que él podía soportar aquella pena y muchas más. Estaba hecho para afrontar todo tipo de dificultades. Les aseguraba que desde chico —durante los últimos días había pasado mucho tiempo pensando en su infancia— había tenido que hacer frente a las más terribles adversidades. Su madre y el habían logrado salir adelante. Su pasión por la música y sus maracas lo habían sacado de la pobreza. Lázaro, Omar y el resto de los Sonidos de la Sierra lo escuchaban con recelo, pues en su voz, mientras relataba facetas de su mítica infancia, había un tono de falsa valentía, un cierto dejo de miedo y terrible ansiedad. Y, finalmente, cuando el sol poniente encendía el húmedo despacho, y sus compañeros se preparaban para irse, Artemio, incapaz de contenerse, sin poder continuar hasta el fin su farsa, se rompía y les rogaba, les imploraba, que por favor, por el amor de Dios, se quedaran unos minutos más, sólo unos cuantos, hasta que el sol se metiera, pues, les decía, la soledad era como un perro hambriento que se ensañaba en devorarlo por dentro. En aquellos momentos de sombría incomodidad, Clara se acercaba a él y, cortésmente, le hacía saber que sus amigos tenían familias en casa que los esperaban.

“Ya vendrán otro día, cariño,” le aseguraba ella con infinita ternura.

“Dichosos ellos,” refunfuñaba Artemio, con terrible crueldad, “que tienen una familia en casa que los espera. En cambio yo, ¿qué tengo, Clara? Dime, ¿qué tengo yo?”

Ante aquel melodrama, su mujer, herida, se dirigía al resto de Los Sonidos de la Sierra, agradeciéndoles su visita e implorándoles que no dejaran solo a su amigo.

“Ya ven cómo se pone,” concluía, mientras los hombres, ajustándose sus sombreros, salían del despacho.

Dentro de la oscuridad que había descendido sobre él, Artemio encontró, si no un destello, algo parecido a ello, que, como la pálida luz de una vela asediada por los violentos chiflidos de un vendaval, logró alumbrar sus días. Las sesiones terapéuticas, además del indudable bienestar fisiológico que le proporcionaban, se habían convertido en una especie de confesionario. Su médico de cabecera, Claudio Torres, un amigo de la infancia, quien había crecido junto a él en el mismo barrio, durante aquellas visitas matutinas, se volvió su más íntimo y valorado allegado.

“¿Te acuerdas de aquellos años, Cayo, cuando corríamos en calzones por las calles sin pavimentar del viejo barrio, y tu madre, laboriosa, siempre haciendo algo, nos perseguía, hasta alcanzarnos, para luego arrastrarnos por las orejas de regreso a casa?” suspiraba Artemio, mientras Claudio le indicaba cómo girar su muñeca.

“Sabes, he estado pensando mucho en aquellos días, cuando la vida no era una carga y éramos tan sólo unos niños, mugrientos y libres, sin ninguna responsabilidad. Me habría gustado quedarme en ese mundo, habitarlo eternamente. ¿A ti no?”

“Claro, Artemio. ¿Cómo olvidar aquellos años…?” respondía el médico, con seriedad, recordando que en aquellos lejanos tiempos, él solía ser un niño bastante débil, aquejado continuamente por las más diversa variedad de enfermedades, y, sobre todo, que aquel hombre con la muñeca lastimada, hoy en día su paciente, solía abusar de él.

Artemio, a diferencia de él, había sido un niño robusto, bastante extrovertido, y que siempre estaba metiéndose en problemas. La madre del futuro médico le había prohibido hacer migas con él. Pero Claudio no había tenido muchas opciones. Artemio lo buscaba continuamente. Por fortuna, aquella infancia rural había quedado soterrada bajo un pesado montón de años. Y, a diferencia de su paciente, Claudio, ahora un respetable profesionista, no tenía ningún incentivo para embellecer aquella época de su vida.

“Nunca te lo he dicho,” musitó Artemio un día, durante una sesión, “pero siempre te envidié.” El médico, al escuchar aquella confesión, no pudo ocultar su turbación. “Lo tenías todo,” continuó el paciente, “y yo no tenía nada. Me gustaba ir a tu casa, porque siempre estaba limpia. La mía era un desastre. Y luego, por las tardes, cuando tu padre llegaba y besaba a tu madre y te abrazaba, me gustaba imaginar que yo era tu hermano y que aquella era mi familia, unida y cariñosa. Me conoces, sabes cómo fue mi infancia. Mi padre nunca estuvo en casa y mi madre, la pobre de mi madre, no sabía hacer otra cosa más que rezar y rezar, hasta que en las yemas de sus dedos podías notar las hendiduras provocadas por las bolas de su rosario. En eso me parezco a ella. Pero, ¿no te parece curioso?, yo, en lugar de tener todo el día el rosario entre mis manos, decidí sostener las maracas.”

“No sabía que te sentías así,” dijo el médico, tras un breve silencio. “Pero,” continuó, intentando animar a su paciente, “ahora eres un músico conocido. Tienes tu propia familia y puedes decidir cómo quieres vivir.”

“¡Por Dios Santo! ¡Toco las maracas!” gritó Artemio, repentinamente, con su mirada desencajada. “¿Qué puede haber de honorable en ello? ¡Mi vida entera es un mal chiste!”

Después de aquella irrupción, los dos hombres permanecieron en silencio, intentando no mirarse el uno al otro. Ninguno volvió a mencionar el tema de las maracas. Claudio, al terminar la sesión, se acercó a Clara en privado y le comentó que Artemio estaba pasando por una crisis, que su lesión en la muñeca había despertado viejos rencores y que sería prudente llevarlo a ver a un psiquiatra.

“Gracias,” dijo la mujer, “ya se lo he comentado, pero se niega. Dice que no necesita la ayuda de nadie para cambiar su pasado.”

A pesar de la incomodidad que representaba para Claudio continuar asistiendo a las sesiones terapéuticas, su espíritu profesional lo obligó a cumplir con su deber. Sin embargo, para su sorpresa, Artemio no volvió a mencionar su ancestral envidia ni su amarga frustración. Al contrario, a partir de aquel nefasto día, lucía sereno y, casi se podría decir, alegre. Definitivamente, un cambio se había operado en él. Y, aún más, aunado a su nueva disposición hacia la vida, Artemio parecía haber delimitado el trato con su viejo conocido. Ya no se dirigía a él con familiaridad. Incluso, comenzó a hablarle de usted.

Claudio, aunque intrigado por la actitud de Artemio, se abstuvo de preguntarle qué había pasado. ¿Por qué había cambiado tanto de la noche a la mañana? La prudencia le aconsejó que lo mejor era dejar las cosas como estaban. Lo último que deseaba era que aquel hombre perturbado le volviera a gritonear como en su infancia.

Sin mayores sobresaltos, los tres meses de reposo y terapia llegaron a su fin. Los Sonidos de la Sierra habían firmado un contrato que los obligaba a dar cuarenta conciertos y se mostraron bastante complacidos ante la noticia de que Artemio estaba saludable y dispuesto a sumárseles.

Claudio, por su parte, nunca comprendió qué había sucedido o a qué conclusión había llegado su amigo de la infancia. La realidad era que, desde aquellos meses de forzada cercanía, el músico, el maestro de las maracas, jamás volvió a saludarlo. Era como si nunca se hubieran conocido. Cuando, por casualidad, se encontraban en la calle, Artemio, descaradamente, miraba hacia otra parte y pasaba al lado del médico disimulando no advertir su presencia.

“Pobre hombre,” se dijo Claudio, en una de esas ocasiones, antes de continuar su camino, olvidándose por completo del músico y recordando que debía comprarle un regalo a su mujer. Su aniversario de bodas era la semana siguiente.