Nada personal o «It´s just business, baby…»

“No, su Maliciosa Majestad, no hemos recibido respuesta alguna a nuestros comunicados,” respondió Franz, con suma gentileza, a la pregunta de su señor y amo.

Incrédulo ante lo que para él era una desvergonzada falta de mera cortesía, Satán azotó su puño contra el escritorio. Durante el último año había enviado, por medio de Franz, su secretario personal, una decena de comunicados dirigidos al Santísimo, solicitando una audiencia y, hasta el momento, no habían recibido ningún telegrama proveniente del Cielo. La falta de pericia en asuntos administrativos era un rasgo conocido del Todopoderoso y su cuadrilla de ángeles —más inclinados a refocilarse encima de una blanda nube, al son de un arpa, que a conducir labores propias del estado celestial—, pero aquella ineptitud, en algo tan simple como concertar una cita, enervaba, hasta su satánica médula, a su Maliciosa Majestad.

“Franz, al carajo. Nos presentaremos frente al Altísimo sin cita previa. Esto se ha vuelto sencillamente intolerante,” dijo Satán, incapaz de esperar más tiempo, sentado detrás de su escritorio, mientras contemplaba cómo su imperio se venía abajo.

La realidad era que, de unos años a la fecha, el Infierno, como organización avocada al comercio de almas, había perdido terreno en el de por sí devaluado mercado espiritual. Eran tiempos difíciles. El número de personas que creían en un castigo eterno era cada vez menor, a pesar de las cuantiosas campañas publicitarias impulsadas por el ministerio de propaganda de su Maliciosa Majestad. Y, por supuesto, aquel engendro llamado posmodernidad dificultaba enormemente la captación de almas. Un acto perverso o malicioso, el cual, en otros tiempos, le habría valido a su perpetrador un pase inmediato al Infiero, era hoy en día evaluado desde una diversidad de ángulos —basados todos ellos en distintas teorías éticas—, los cuales entorpecían a un grado absurdo la labor de condenar o salvar al pecador. Una consecuencia evidente de este embrollo religioso era que el crecimiento estimado del acervo infernal se había estancado, mientras que, a la par, los números del Purgatorio y del Cielo, sus competidores ancestrales, habían aumentado estratosféricamente. Sus colaboradores más cercanos le habían sugerido reconsiderar su ya legendaria postura frente al Bien. Quizá, había dicho uno de ellos, sería prudente que su Maliciosa Majestad estimara la posibilidad de fusionar nuestra organización con la empresa celestial.

“¿Beckett, me propones vender mis acciones al Todopoderoso?” cuestionó Satán, indignado ante la insinuación de su colaborador, quien, por su parte, tan sólo se había limitado a presentar la mejor opción dentro del panorama actual.

“Durante siglos he sujetado las riendas de mi infausto imperio con fortaleza y tenacidad, Franz,” le dijo su Maliciosa Majestad a su secretario, ya en privado, “pero últimamente mi pulso no es el que solía ser. Tiemblo. Vacilo. Los espíritus malditos ya no son lo que eran antes. Ricardo Tercero, Nerón, Hitler; ese tipo de hombres condenados y perversos hasta el tuétano han quedado atrás. Ahora los personajes que conducen las matanzas más sangrientas, aquellos que llevan a cabo las más grandes maldades, son hombres de bien, religiosos y devotos, que en casa son amados y respetados. No puedo competir contra el Cielo y su odioso programa de Matar en nombre de Dios. Mis tentaciones y vilezas parecen cosas de niños cuando las comparas con las tretas de esos hijos del Señor. Y esto sin hacer mención de ese detestable relativismo moral tan de moda, del cual, el único que ha salido beneficiado es el Purgatorio. Antes sabías cuándo un hombre era un ser despreciable y estaba obligado a residir eternamente en nuestras instalaciones. Pero ahora, el papeleo necesario para llevar a cabo la captación de un alma es simplemente monstruoso. ‘Sí, violó y mató a su hija,’ te dicen los abogados, después de estar en un Tribunal Espiritual, ‘pero, la defensa dice que a los diez años salvó a un gato y que cumplió fielmente con sus oraciones. Además, argumentan que su violencia se debe a un abuso sufrido de pequeño.’ O peor aún,” continuó Satán, recostado sobre su imperial lecho, mientras Franz, diligente, masajeaba sus patas de cabra y lo escuchaba con paciencia: “‘El acusado es el causante material de la muerte de más de cuarenta mil hombres, pero los abogados del Cielo sostienen que sus acciones son motivadas por un corazón noble y generoso. Además, persigue un bien mayor.’ Charadas, les digo. El cielo y sus engorrosos trámites legales no son para mí más que una mala broma. Cómo desearía que las cosas fueran como antes, Franz. Debiste estar aquí cuando el ser pagano era razón suficiente para condenar tu alma. Ahora no puedo ni siquiera… Ay, ay ay, cuidado, Franz.”

“Listo,” dijo su secretario personal, mostrándole la astilla que le había sacado de su pezuña.

“Ah, era eso lo que me molestaba. No sé de dónde la habré sacado.”

“Seguramente se le clavó esta mañana, cuando su Majestad perseguía a ese encantador rebaño de Ninfas en el Bosque del Averno.”

“Sí, Franz, puede que estés en lo correcto. Pudo ser cuando…” y lentamente Satán, ante la entrañable imagen de aquellas adorables Ninfas, mostrando sus turgentes muslos y saltando despavoridas y excitadas ante la presencia del demonio, fue quedándose dormido.

Sin embargo, no había vuelta atrás, la resolución había sido tomada. Y al despertar, sin más dilaciones, Satán ordenó a su secretario preparar su maleta de viaje. Sin previo aviso, ellos dos saldrían esa mañana rumbo al Cielo. La situación era crítica y ameritaba medidas drásticas. Su Maliciosa Majestad no había vuelto al Paraíso desde su dramática expulsión, unos cuantos milenios atrás. En ocasiones, sentía cierta nostalgia por el lugar que lo había visto nacer. Pero, hasta entonces, su orgullo le había impedido realizar un viaje a su terruño. Varios amigos, residentes celestiales que en público desdeñaban a Lucifer, pero que en la intimidad aún guardaban sentimientos por su viejo cofrade, le enviaban de vez en cuando postales desde el Cielo y le informaban acerca de sus antiguos conocidos. Pero, estando, nada más y nada menos, su imperio en juego, Satán decidió evadir la nota sentimental de su visita y concentrarse solamente en el aspecto profesional.

Ya en el cielo, San Pedro, al reconocer a los dos peregrinos que se acercaban a sus puertas, tomando unas hojas de su escritorio al azar, decidió hacerse el ocupado. Aún le guardaba rencor al Diablo por haberlo hecho negar a su Señor tres veces. Siempre se había considerado a sí mismo como el discípulo más fiel de Dios y la vergüenza que había experimentado aquella mañana de hace dos mil y tantos años aún se agitaba en su interior.

“Buenos días, Pedro, venimos a ver a tu Señor,” le dijo Franz, con suma educación.

Sobreactuando su papel, Pedro continuó haciéndose el ocupado; tomaba unos documentos y los ojeaba; firmaba un papel; engrapaba algo; buscaba en su gaveta un clip o una calculadora; hacía todo lo que estuviera a su alcance, a fin de no prestar atención a los dos sujetos frente a su escritorio.

“Pedro,” gritó Satán, finalmente, impacientado, “ábrenos tus puertas.”

“¿Tienen cita?”

“No, pero soy Satán y demando ver a tu Señor.”

“¿Y por qué debería obedecerte, a ti, que me engañaste esa mañana, haciéndome negar no una, ni dos, sino tres veces a mi Señor? Eres un embustero, un ser ruin y repelente. Te recomiendo que regreses, con todo y tu pestilencia, a tu mazmorra y nos dejes en paz.”

Desconcertado ante la falta de respeto tan evidente en las palabras de Pedro, Satán, de no haber sido por la sensata intervención de su secretario, habría respondido con violencia. Por suerte, Franz, justo cuando su amo estaba a punto de increpar al discípulo, sujetó el brazo de su Maliciosa Majestad, reconviniéndolo a moderar su postura.

“Vamos, Pedro, no lo tomes de manera tan personal,” dijo Satán. “Además, han pasado cientos de años desde entonces. Y, de lo que puedo ver, no te ha ido tan mal. Tu amo fundó su Iglesia sobre ti. Eso no puede ser tan malo, ¿eh?”

“Te conozco, Satán. Conozco tus artimañas, ángel rastrero. Pero tienes razón, no me quejo, gozo de una buena posición en la empresa celestial. Sin embargo, desde aquella mañana, no he dejado de pensar hasta dónde habría llegado mi carrera de no haber pronunciado aquellas malditas tres negaciones.”

Como un experimentado agente de ventas, Satán, al detectar el punto débil de Pedro, decidió aprovecharse de ello de inmediato: “Justo a eso vengo, Pedro. Me parece que mi relación con Dios se ha distanciado mucho y me gustaría entablar un diálogo con él, a fin de establecer nuevas cláusulas que nos permitan mejorar nuestro negocio. Estando con él, nada me costaría echarte una mano, diciéndole que en verdad me costó trabajo hacer que lo negaras tres veces y que no conozco otro discípulo suyo tan leal y competente. ¿Qué te parece?”

Entusiasmado por las promesas de Satán, Pedro decidió dejarlos pasar; pero no sin antes advertirles que las instituciones celestiales, después de tantos años, como cualquier mecanismo, se habían entorpecido bastante.

“Incluso, hace trescientos años, cuando por un descuido perdí las llaves del Paraíso, reponerlas me tomó cerca de un lustro. Imaginen la fila de almas en pena esperando a las puertas del la paz eterna. Les digo, el papeleo para llevar a cabo cualquier acción, incluso la más trivial, es demencial. Nadie está en su oficina y concertar una cita es una tarea titánica. Primero te dicen que te dirijas a tal Ministerio y una vez que llegas a ese lugar te dicen que no, que tu asunto se resuelve en tal o cual lugar. Les recomiendo ser pacientes y en ningún momento enemistarse con algún funcionario; son rencorosos como ellos solos.”

Franz y Satán tomaron las palabras de San Pedro como las típicas de un sujeto amargado y frustrado, al cual han relegado durante años a un puesto insulso y mal pagado, lejos de la toma de decisiones. Más les valdría haberlo escuchado con mayor atención, pues lo que encontraron en el Cielo fue justamente lo que les había descrito. Al parecer, en el Paraíso sólo se podía hacer algo si venías recomendado por alguien. Las distintas secretarias a las cuales solicitaron una audiencia con Dios los miraban con cierta reserva y los sometían a una ridícula lista de preguntas, antes de enviarlos a otra oficina, donde, a su vez, tenía lugar una escena similar a la anterior. Tras pasar horas dando vueltas de un lado a otro, los dos emisarios del Infierno decidieron descansar cerca de una fuente. Satán no paraba de maldecir su suerte. ¿De qué demonios servía ser el Diablo, se preguntaba una y otra vez, si de cualquier manera iba ser tratado como un simple mortal? La indignación corroía su orgullo maligno. Por suerte, estaba tan agotado que le era físicamente imposible hacer una rabieta. Franz, mientras tanto, aunque un tanto vapuleado por tanta vuelta, tanto pasillo y tantas recepciones, parecía estar disfrutando el paseo. A diferencia del Infierno, donde los habitantes estaban torturando o siendo torturados, donde todos llevaban las marcas de los grilletes en sus extremidades y un rampante frenesí sadomasoquista parecía ser la tónica predominante, en el Paraíso los ángeles, bellos y sofisticados, papaloteaban por entre las nubes con una grácil desenvoltura. Algunos jugaban bádminton; ayudándose con sus alas para llegar a la etérea plumilla. Otros copulaban en el aire. Otros reían solos. Pero la mayor diferencia con el Infierno era aquella esplendorosa limpidez que parecía bañarlo todo con su blancura. Definitivamente, pensó Franz, podría quedarme aquí.

“Arriba, Franz. Arriba,” dijo Satán, excitado. “Si mis ojos no me fallan, aquel hombre de la túnica color vino parece ser el profeta Isaías, mi viejo amigo.”

“¡Arcángel Lucifer!” gritó el decrépito profeta, al ver a su antiguo conocido.

“¡Viejo amigo, Isaías! No has envejecido un ápice durante los últimos milenios.”

Después de abrazarse, los dos amigos se contemplaron un breve instante en silencio, incrédulos de lo que frente a sus ojos se presentaba.

“¿Pero qué te trae por aquí, Satán?” preguntó Isaías, finalmente.

Entonces su Maliciosa Majestad aprovechó el momento para poner al tanto a su amigo de su precaria situación. El profeta, al escucharlo, meneaba la cabeza de un lado a otro, con aparente disgusto.

“Se ha vuelto ambicioso,” repuso Isaías, después de que Satanás le explicara el motivo de su visita. “El Señor solía ser sabio y generoso. Pero el éxito lo ha seducido. Por supuesto que te ayudaré, Lucifer. Siempre fuiste uno de mis arcángeles predilectos y no sabes lo mucho que me duele verte así. De hecho, vengan conmigo, justo ahora me veré con él.”

Los dos visitantes infernales, guiados por el profeta, luego de ascender una escalera de cristal, al atravesar una nube blanca y gigantesca, dejaron atrás el esplendor característico del Cielo y, para su sorpresa, ingresaron en una atmósfera, curiosamente familiar para ellos, algo sofocada, a media luz y llena de humo. El lugar parecía más un garito de apuestas ilegales que propiamente un rincón del Paraíso. Y, en efecto, como pudieron comprobar de inmediato, al fondo del lugar, cuatro siluetas sentadas alrededor de una mesa jugaban a las cartas. En cuanto uno de los apostadores divisó a los recién llegados, se levantó y preguntó: “¿Eres tú, Isaías? ¿Por qué vienes acompañado? Sabes muy bien que no podemos traer visitas a este lugar.”

“Señor, sé muy bien que sólo miembros de nuestro club pueden ingresar a este espacio, pero creo que la identidad de al menos uno de estos caballeros le hará comprender mi atrevimiento.”

“Hola, Iahvé,” musitó Satán, detrás de Isaías.

“¿Satán, eres tú?” dijo Dios, incrédulo. Pero pronto despejó sus  dudas. Acercándose al grupo de los recién llegados, pudo observar los legendarios rasgos del arcángel caído. “Vaya sorpresa. ¡Cuánto tiempo sin verte!” Y, contemplándolo con mayor detenimiento, el Señor observó: “Satán, amigo, disculpa la ironía, pero luces muy desangelado.”

“Como podrás adivinar, no he venido aquí para intercambiar consejos de belleza,” dijo Satán, incapaz de controlar la ira que le despertaba, entre otras cosas, el cutis perfecto que ostentaba con sumo orgullo y vanidad el Señor.

“Ya lo creo,” dijo el Señor, olvidando su sonrisa fácil y mostrando ahora un rostro paralizado por la seriedad. “Veo que has traído a Kafka. ¿Cómo estás, viejo amigo? ¿No me guardarás rencor por haber enviado tu alma al Infierno, o sí?”

Franz le aseguró que entre ellos no había malos sentimientos. De hecho, le explicó, le estaba agradecido. Al morir había sido enviado al purgatorio, donde le informaron que su proceso tendría que ser estudiado por varios peritos en la materia. Al escuchar aquello, Kafka casi se va para atrás del susto. De inmediato solicitó que su caso fuera resuelto. Manifestó que no le importaba ir al Cielo o al Infierno, con tal de que no lo obligaran a atravesar un tedioso e incomprensible proceso más.

Después de aquella explicación, con amabilidad, el Señor invitó a los recién llegados a unirse a la mesa de juego, donde dos Santos y un profeta esperaban con visible ansiedad continuar la partida interrumpida.

Una vez sentados alrededor de la mesa, el Señor tronó los dedos y un crupier comenzó a repartir las cartas, al tiempo que un par de mujeres, despampanantes y semidesnudas, montadas en patines, servían bebidas al grupo y retiraban ceniceros. Satán miraba desconcertado lo que ocurría a su alrededor. Era él su Maliciosa Majestad y nadie parecía reparar en ello. Estaba siendo tratado como un ludópata amateur, o, peor aún, como un niño curioso que por casualidad había dado con unos adultos que jugaban a las cartas. La irritación volvió a consumirlo y, mientras los demás jugadores recibían sus respectivas manos, se levantó de golpe, haciendo que, con su vehemencia, una de las mujeres en patines perdiera su equilibrio y cayera al suelo junto con el daiquirí que había solicitado Franz y el whisky doble del Señor, y, con su voz encendida por la ira, vociferó:

“¡No he dejado el Infierno para venir a verte jugar una partida de póker, astuto mojigato!”

Sin inmutarse, el Señor, enarcando una ceja, lo miró un par de segundos, antes de decir, con una voz modulada e impasible:

“Lo sé, Lucifer. Ahora, te ruego, siéntate y dime a qué has venido.”

Sorprendido por aquella ecuanimidad, Satán obedeció y, retomando su lugar en la mesa, comenzó a relatarle al Señor los motivos de su visita: el negocio de las almas iba mal; pensaba que las reglas del juego habían cambiado, dejándolo a él y a su compañía en una mala posición; etc.

El Señor, después de escucharlo con atención, le dijo:

“Como veo las cosas, creo que te has asesorado mal. Para empezar, en el Infierno no hay un organigrama claro. Nadie sabe a bien cuáles son sus funciones. Pretendes administrar aquello como si fuera una rosticería o un puesto en un mercado del siglo X. El mundo de los negocios no es lo que era antes, Lucifer. Míranos a nosotros. Tenemos una organización horizontal. Desde el principio decidimos repartir las obligaciones. En lugar de tener un solo jefe, decidimos crear la Trinidad. Una idea excelente, adelantada a su tiempo. Así, las decisiones son tomadas en grupo. De tal manera, lo que se me escapa a mí, lo puede ver el Hijo o el Espíritu Santo. ¿Comprendes? Además, en el mercado de las almas existe la libre competencia. ¿No pretenderás acusarme de monopolio? Además, si tu negocio va mal, ¿crees que la mejor solución es venir a lloriquear aquí? Vamos, Satán, ya es hora de que madures un poco.”

Por suerte, Franz e Isaías lograron sujetar a tiempo a su Maliciosa Majestad, quien, ante la aparatosa inquina de aquellas palabras, se había arrojado hacia el Señor, dispuesto a, si no solucionar la situación, al menos no irse en blanco de aquella contienda, la cual, a las claras, iba perdiendo.

“¿Quieres arreglar esto?” le gritó el Señor a Satán, perdiendo la calma. “Solucionémoslo ahora mismo. Venga, juguémonos nuestros reinos en una partida de póker.”

Su Maliciosa Majestad escuchó la propuesta con cierta desconfianza. Sabía que su adversario era tan bondadoso como avieso. Tantos años en el universo le habían enseñado un par de trucos. Después de pensarlo un rato, le preguntó:

“¿Qué apostaríamos?”

“Vamos, no te hagas el inocente, Satán. El que gane se queda con todo, Cielo e Infierno.”

“Y entonces,” preguntó Satán, después de pensar la propuesta unos instantes, “¿qué sentido tendría separar las almas en buenas y malas, si, finalmente, todas caerían bajo los dominios de una misma organización?”

“Ah,” bufó el Señor, “lo que me faltaba, ahora te ha dado por filosofar. ¿Estamos haciendo negocios o chachareando solamente?”

“Creo que sólo estamos perdiendo nuestro tiempo,” dijo Satán, al tiempo que con un gesto le hacía saber a Franz que había llegado el momento de retirarse. “Prefiero que el Infierno se vaya a la banca rota a entregártelo.”

“Eh,” dijo el Señor, cuando Satán y su acompañante ya se dirigían a la puerta, “no te lo tomes personal. Así son los negocios. Ya vendrán mejores tiempos para ti.”

“Vaya,” le dijo Satán a su secretario, durante su regreso al Infierno, “después de una eternidad, sigue siendo el mismo.”

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