Si una noche de verano

«Todo lo que tuviese aspiraciones a la solemnidad, a la sacralización, a la autocomplacencia, se desbarrancaba de repente en la mofa, la vulgaridad y el escarnio. Se imponía un mundo de disfraces. Las situaciones, tanto en conjunto como separadas, ejemplifican las tres fases fundamentales que Bajtin encuentra en la farsa carnavalesca: la coronación, el destronamiento y la paliza final».

El arte de la fuga. Sergio Pitol

Boceto del capítulo inicial de una posible novela

Si una noche de verano

Destronado y maltrecho vagó por las calles aledañas a la plaza central, en un estado puro de estupor y vergüenza, en el silencio más radical y la pobreza atravesada en su largo rostro. Descendió los escalones del Calvario y llegó a una esquina pobremente iluminada donde otrora un mal amor le había probado su mezquindad. La penuria más abyecta se abría ante él. ¿Cómo se había permitido llegar a este punto tan bajo? ¿O acaso había tenido oportunidad de luchar contra ellos? ¿Contra quienes? ¿Contra la fortuna? Ahora podía comprenderlo bien, su batalla había estado condenada al fracaso desde el primer instante, desde que aspiró por primera vez el fétido aire de este mundo. De pronto la oscuridad de la noche se evaporó, dejando en su lugar una luz incandescente que se aproximaba hacia él a gran velocidad. El estruendo de un claxon logró arrancarlo de sus lúgubres elucubraciones. Escuchó un improperio dirigido a su persona, y en ese instante se descubrió parado a mitad de calle, como un infante extraviado, sus ojos desorbitados, titiritando, el llanto atorado en la garganta y sin la menor idea de adónde ir.

            Su titubeante andar lo condujo de nuevo al cuadro principal de la ciudad, donde deambuló perdido entre sus desfigurados recuerdos y sus marchitas ambiciones, como una figura fantasmagórica. El mundo le resultaba tan irreal, como seguramente él mismo lo era para aquellos que tuvieron la mala suerte de observarlo aquella noche. Una paloma lo encontró sentado en una de las bancas metálicas de la plaza. Intentó espantarla con una patada, pero la paloma esquivó aquel patético acto de violencia sin el menor esfuerzo. En ese momento una patrulla encendió sus torretas, iluminando no sólo los árboles y el quiosco, sino también a una pareja encaramada en una de las bancas cercanas. El ronroneo amoroso se mezcló con el gorjeo de la paloma, que insistente seguía frente a él, demandando su tajada. Sin importar lo insignificante que sean, todos quieren su parte, todos sienten que la vida les debe algo, musitó Heriberto, antes de caer en cuenta que la paloma que estaba frente a él solamente tenía una pata. La otra, tras una inspección más minuciosa, parecía haber sido mutilada, ¿en algún accidente?, ¿alguna pelea?, difícil saberlo, concluyó. Pero a la paloma, al parecer, no podían importarle menos las consideraciones de aquel desconocido, siempre y cuando éste le arrojara algunas migajas. Espera, le dijo el hombre al animal, conmovido por aquella deformación, quizá, incluso, impelido, por un sentimiento de hermandad, a mitigar aquella lastimera orfandad. Después de inspeccionar el fondo de los bolsillos de su saco, Heriberto extrajo de ellos unos cuantos cacahuates, junto con una colilla de cigarro, el empaque de plástico de unas mentas, y bastantes pelusas. Antes de salir de cualquier bar, tenía por costumbre echarse a la bolsa la botana que estuviera a su alcance. Si algo le había enseñado su padre, era que nunca se sabía cuándo uno volvería a tener comida al alcance. Por eso había que aprovechar cualquier oportunidad, aunque uno fuera mal visto o incomprendido por actuar así; pues, como le había sucedido en más de una ocasión, durante veladas placenteras, en alguna de las cantinas que solía frecuentar con sus colegas de la comisión de saneamiento, estos, sin el tacto y sensibilidad que uno podría esperar de sus compañeros de trabajo, le habían señalado esa deplorable costumbre, tildándolo de roto o muerto de hambre. Pero qué saben esos jodidos sabelotodo de nosotros, le dijo Heriberto a la paloma, al momento que le arrojaba un par de cacahuates. Imberbes papanatas. Por mí se pueden ir todos a chingar a su recontraputísima madre. Hinchando su pecho y estirando su cuello, antes de agachar su pico para picotear la botana, la paloma pareció convenir con el espíritu general de esa última frase.

            ¿Heri?

            No reconoció la voz inmediatamente, pero una punzada en el pecho le hizo saber que estaba en peligro. Reacio a alzar la mirada, observó a la paloma picotear el cacahuate, como si el mundo fuera sólo una ilusión, dispuesta a evaporarse en el instante en que decidimos no prestarle atención.

            Pero, Heri, ¿qué madres haces aquí? ¿Y qué es ese pinche olor?

            Ahora no tenía la menor duda, aquel tono nasal, comprimido, solamente podía ser el de Juan Manuel Rentería, uno de los tres jefes de flotilla que solían estar bajo su mando antes de la debacle.

            No puede verme así, éste bocazas irá a decirle a todo aquel que esté dispuesto a escucharlo que me encontró en la calle hecho una piltrafa, un despojo de mi antiguo ser, como un mugriento vagabundo en la plaza, con una pinche paloma sin pata como única compañía. Ni madres. Primero muerto, fue lo único que puedo pensar Heriberto Mendieta, antes de abandonar la banca de un brinco y abalanzarse sobre el sorprendido Juan Manuel, quien, ante el empujón, sólo tuvo tiempo para recomponerse y no perder por completo el equilibrio.

            Tras sobreponerse a la embestida, Juan Manuel miró con perplejidad la figura de su atacante alejarse y perderse en la oscuridad, preguntándose si acaso se había equivocado y había confundido a su antiguo jefe con un zarrapastroso y maloliente mendigo. Si de algo no tenía la menor duda, era que aquel agrio y penetrante tufo era insoportable, y por ello, confundido, se dio la media vuelta, y se alejó cuanto antes del lugar, dejando a la paloma coja a solas con su botín.        

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