Capturando el orden universal

Nos conocimos a finales de los ochenta. El director de la revista para la cual trabajaba en aquella época me anunció, al salir de una junta, que, desde ese malogrado día en adelante, estaría a cargo del espacio que destinábamos mensualmente a semblanzas de personajes destacados de la comunidad. Mi predecesor había estado trabajando, hasta su repentina renuncia, en un retrato de Carlos Ardor y yo debía darle seguimiento. Debo aceptar que cuando escuché su nombre no me vino ningún recuerdo de su persona o de sus logros. Para ese entonces, el excéntrico director de películas de bajo presupuesto, la mayoría de ellas centradas en el desarrollo de perturbaciones mentales, llevaba al menos una década lejos de la vida pública.

Recuerdo que al leer las notas dejadas por mi colega, una treintena de tarjetas de apuntes, tapizadas por una caligrafía presurosa y esquizoide, decidí comenzar aquella semblanza desde cero. Por suerte, entre aquellos garabatos, destacaba un número telefónico. Lo marqué y pregunté por el señor Carlos Ardor. Te estaba esperando, me dijo una voz, para mi sorpresa. Me imaginé que aquel individuo al otro lado de la línea me estaba confundiendo. Le repetí mi nombre y el objetivo de la llamada. Por eso, me dijo la voz, te estaba esperando. Y a continuación añadió: Necesitamos vernos de inmediato.

Debía pensar, supuse, que era mi colega quien le hablaba. Y decidí no alertarme o sugestionarme a partir de aquel extraño intercambio de palabras vía telefónica.

Cuando llegué a la dirección que me había proporcionado, no pude más que sorprenderme. Seguramente me había equivocado o había apuntado mal las indicaciones. El lugar era una casa cuya pared frontal parecía extraída de una pesadilla. El abandono cubría cada centímetro de ese muro cacarizo. Y, por si eso no bastara para explicar mi consternación, las ventanas que daban a la calle no sólo carecían de cristales sino que estaban atravesadas por alambres de distintos calibres, algunos de ellos coronados con cabezas de muñecas infantiles. Estaba a punto de abandonar aquellas inmediaciones y regresar a la oficina, cuando alguien entreabrió la puerta principal y me incitó a pasar.

—¿Carlos Ardor? —pregunté, con la esperanza de estar equivocado.

—Pasa, pasa —me dijo el hombre que sostenía la oxidada puerta de metal.

Dejando atrás la claridad del día, me adentré, a través de un angosto resquicio, hacía aquella especie de cueva urbana. Un sujeto delgado y calvo, de una edad indeterminada y con un inaudito destello en sus ojos, apareció frente a mí. Cerró la puerta y me invitó a seguirlo. Por dentro, el lugar era una letrina desproporcionada. El hedor a eses y humedad lo invadía todo. La luz era escasa y cada dos pasos mis pies chocaban irremediablemente contra uno de los incontables e inclasificables objetos que poblaban el suelo. Me era difícil seguirle el paso a mi guía dentro de aquel sombrío laberinto. Por fortuna, cuando la oscuridad se había vuelto imposible, mi anfitrión encendió una linterna.

—Por aquí —me dijo, ingresando a un cuarto cuyas paredes estaban tapizadas con aluminio.

Al ver aquella habitación no pude dejar de pensar que aquello era una trampa. La situación era excesivamente dramática. En verdad, me encontraba a diez minutos del centro de la ciudad. Sin embargo, aquel lugar no parecía estar regido por las coordenadas espacio-temporales convencionales. Carlos Ardor debió advertir mi reticencia e incomodidad, pues, antes de proseguir con nuestra labor, le pareció adecuado informarme respecto a lo que en ese momento estaba aconteciendo:

—Cada individuo se encuentra ligado a una especie de malla, de la cual es imposible desprenderse. Nuestras vidas se entrecruzan. Ningún momento puede salirse del orden de las cosas. Por eso he construido esta habitación. La llamo La cápsula fuera del universo. Aquí podremos dialogar sin temor de entrometernos con el mundo exterior y sus consecuencias.

Aquella explicación, tan desquiciada y pronunciada con tal naturalidad, casi me arranca una carcajada. A las claras, pensé, este sujeto ha perdido todo contacto con la realidad. Sin embargo, de alguna manera, aquel ambiente me era atractivo. Incluso estaba algo agradecido de que las cosas estuvieran yendo de aquella manera. Por lo general, los individuos candidatos a aparecer en la sección de semblanzas de la revista solían ser personajes portadores de un carisma convencional y un ego ilimitado y en continuo crecimiento, cuya notoriedad se debía, en la mayoría de los casos, a algún logro trivial y, por demás, común. Médicos destacados, abogados exitosos, políticos polifacéticos, amas de casa con un corazón de acero, policías incorruptos y profesoras de ballet clásico al filo de una crisis nerviosa, eran algunos de los personajes que habían aparecido hasta ese entonces en la sección ahora a mi cargo. Entre estas despampanantes personalidades se habían colado a la fiesta, por razones del todo ajenas a mí, un poeta (que, cuando no destinaba su tiempo a forjar rimas anacrónicas, administraba su negocio de helados), un músico y una pintora. Y estaba claro que Carlos Ardor, con su docena de largometrajes, su exacerbada misantropía y sus latentes delirios, no se ajustaba al perfil deseado. Pero ello, en lugar de desanimarme, me llevó a considerar que quizá podría darle un nuevo ángulo a las semblanzas.

Pensando en los cambios que le haría a la sección y después de escuchar aquella absurda explicación, ingresé a La cápsula fuera del universo, la cual, a pesar de su nombre futurista, era tan sólo un cuarto de dos por dos, tapizado con pedazos de lámina y retazos oxidados de aluminio. Según me explicó su creador, aquellas paredes metálicas impedían el libre flujo de partículas entre el exterior y el interior. La información, continuó diciéndome el cineasta, se transmite de diversas maneras. El habla, por ejemplo, es la forma más tradicional y mejor conocida por nosotros.

—Sin embargo —concluyó Carlos Ardor, al tiempo que cerraba la puerta de La cápsula—, el mayor intercambio informático se da a un nivel celular. Los límites del individuo son una ficción. En realidad nuestro cuerpo es el universo entero. Todos somos todo y todo es todo.

Maravillado ante la convicción con la cual pronunciaba sus sentencias, olvidé el propósito de La cápsula y extraje de mi chaleco una grabadora.

—Nada de grabaciones —sentenció el señor Ardor al ver mi aparato—. Lo que se diga dentro de La cápsula debe permanecer en ella.

Quise objetar aquella sentencia tan tajante. Pero, considerando con quién estaba tratando, decidí no decir nada al respecto. Y, en su lugar, intentando proseguir nuestra charla, le indiqué que lo que decía se parecía mucho a lo escrito por William Blake, para quien el cuerpo y los sentidos eran la cárcel de nuestro verdadero yo, el cual, por supuesto, era eterno e infinito.

—Por supuesto —dijo mi entrevistado—. Pero hay que llevar esa idea hasta sus límites. Si nuestro ser es eterno e infinito y nuestra individualidad es un artificio de la razón entonces nada me impide decir que yo soy William Blake.

Su argumento, aunque extraño, parecía no carecer de cierta lógica. Tampoco era el primero en pasear por aquel terreno de sincretismo religioso visionario. Borges, Freud y varias doctrinas orientales habían ya relatado semejantes posturas. Sin embargo, aunque interesante, temía perderme en aquel lodazal cosmológico, y decidí encauzar nuestra conversación hacia temas más mundanos. Le pregunté por sus cintas. ¿Qué lo había llevado a introducirse en el mundo del séptimo arte? ¿Y por qué lo había dejado?

Confieso que, al realizar tales cuestionamientos, esperaba las respuestas típicas. Después de varias entrevistas, uno puede llegar a predecir lo que el entrevistado contestará. Sin embargo, Carlos Ardor estaba lejos de caer en mi trampa. No mencionó ningún episodio sentimental de su adolescencia, ni confesó su fascinación por algún director encumbrado, cuya figura y poética lo habían llevado a realizar cine.

—Quería encuadrar el orden universal —dijo, después de un breve silencio.

Y el secreto para hacerlo, me confesó, se encontraba en las sincronizaciones. Éstas eran las costuras del universo. Las coincidencias no eran eventos gratuitos y faltos de sentido, al contrario, eran ellas las que mostraban el entretejido de nuestra realidad. Nuestra visión y entendimiento habían sido adiestrados, desde nuestra infancia, para filtrar tan sólo parte de la vasta realidad. Nuestra vida, como la conocemos, es sólo una representación de nuestro ser infinito. Lo que veíamos en el escenario del mundo era sólo una parcialidad del universo; el resto permanecía tras bastidores y eran las coincidencias los instantes en que lográbamos ver detrás del telón de la realidad.

Años después de nuestro encuentro, los hermanos Wachowsky lograrían acercarse a lo dicho por mi entrevistado con su película The Matrix. Al verla, no pude dejar de recordar lo dicho en aquella ya lejana plática dentro de La cápsula fuera del universo y, motivado por una creciente curiosidad, me propuse rentar las películas de Carlos Ardor. Encontrarlas resultó ser una tarea heroica. Finalmente, después de una ardua búsqueda, me conformé con las tres cintas que afortunadamente había localizado en una venta de garaje: El cometa surca el cielo; Las maravillas de lo inefable; El corazón de la realidad.

Los tres largometrajes, grabados con una cámara casera, prescindían de actores, guión o cualquier especie de elemento cinematográfico. Lo que mostraban las imágenes era lo que cualquiera de nosotros hubiera grabado al salir de su casa y caminar durante un par de horas: vehículos estacionados; niños jugando beisbol en la calle; hombres trabajando en una construcción; cables de luz colgando perezosamente de un poste a otro; árboles siguiendo el trazado de la banqueta; un parque; una tienda de abarrotes; estantes de productos; una voz que pregunta por el precio de unos cigarros; un hombre robusto detrás del mostrador que le dice al hombre con la cámara que está prohibido grabar dentro de su negocio; una pareja esperando un camión; etc.

Finalmente, mientras veía Las maravillas de lo inefable, descubrí que Carlos Ardor había sobrepuesto a las imágenes captadas un cronómetro. Aquel detalle, pequeño y aparentemente intrascendente, me recordó una de las cosas mencionadas por el director durante aquel encuentro en La cápsula.

—Fui el único hijo del primer matrimonio de mi madre —declaró Ardor—. Eso tuvo como consecuencia el que pasara mucho tiempo solo, sobre todo los fines de semana. Recuerdo que en esos días letárgicos, sin televisión o juegos electrónicos, al despertar, me quedaba tendido en la cama y comenzaba a contar. No hacía cálculos o cosas extravagantes. Tan sólo me limitaba a recitar los números, 1, 2, 3, 4… y así. Un día llegué hasta el 2345. Pude haber seguido, pero mi madre entró a mi habitación y perdí la cuenta. Sin embargo, un día, creo que era sábado, mientras me entretenía haciendo esto, descubrí que ciertos sonidos aparecían justo cada cincuenta números, por decir algo. No le presté mucha atención a ello. Pero, con el tiempo descubrí que no sólo los sonidos se sincronizaban con mi conteo, sino que el mundo entero a mi alrededor parecía obedecer al ritmo de mi cuenta. Aquello fue la primera pista que tuve del tejido oculto de nuestro mundo. Después pasé a experimentar cosas más elaboradas. Por ejemplo, me gustaba salir a la calle y caminar. En un momento dado pensaba en algo, por decir: en un león. Y entonces miraba a mi alrededor para ver si sucedía algo. ¡Y ahí estaba! No quiero decir que en medio de la calle de un suburbio de clase media apareciera un león, sino, al menos su representación se hacía visible, por ejemplo en un tatuaje en la espalda de un hombre. Aquello era como si el mundo fuera una extensión de mi mente, o, mejor aún, como si los dos, mundo y mente, fueran inseparables y se comunicaran de manera subrepticia, sin llamar la atención de la conciencia, la cual, estoy convencido, es el peor intermediario posible, la causante de los desfases entre la realidad objetiva y la subjetiva.

Con esto en mente, rebobiné la cinta de Las maravillas de lo inefable e intenté descubrir coincidencias entre las imágenes y el conteo del cronómetro, el cual, estaba convencido, Ardor había colocado justamente ahí para hacer visible aquellas sincronías. Pensando que descubriría algo, si no trascendental, al menos curioso, dediqué la tarde entera a observar detenidamente aquel fardo de imágenes inconexas y desmembradas, carentes de la más mínima estructura narrativa.

No encontré nada, por supuesto. Me sentía estúpido. Había llegado a creer, al menos remotamente, en las ocurrencias de aquel desequilibrado mental. Me consolé pensando que al menos sólo había gastado treinta pesos en la compra de esas películas.

Después de aquella desilusión, decidí olvidarme de aquel memorable entrevistado.

Finalmente, hace un año, me enteré de su muerte. Había fallecido en la pobreza total, en la misma casa en la cual lo había conocido. Me propuse asistir al funeral, pensando que, a pesar de todos sus trastornos, no merecía ser sepultado en el abandono total. Me imaginé que nadie asistiría a su entierro. Mi sorpresa fue grande cuando, al llegar al cementerio, descubrí que al menos una veintena de personas se encontraban alrededor de su ataúd. Pero fue aún más sorprendente encontrarme entre los allí reunidos al antiguo colaborador de la revista, aquel que había estado a cargo de la sección de semblanzas antes de que yo fuera el responsable.

Me acerqué a él y lo saludé. Había olvidado su nombre. Él no me reconoció. Le mencioné la revista y que, probablemente sin quererlo, había heredado su sección.

—Ah, esas semblanzas de mierda —dijo—. Duré dos años haciendo esas entrevistas y publicando esa sarta de trivialidades. Hasta que un día me tocó entrevistar a Carlos Ardor, quien descanse en paz. Esa fue la gota que derramó la jarra. Me dije: ¿qué hago a mis treinta años entrevistando a este desquiciado? Ese mismo día, después de conocerlo, al volver a las oficinas de la revista, renuncié. Y tú, ¿cuánto tiempo duraste haciendo ese trabajo de mierda.

En ese momento, afortunadamente, el padre a cargo de la ceremonia comenzó su rezo. Disimuladamente y sintiendo una profunda e inefable pena, me alejé de mi antiguo colega. ¿Qué habría pensado al enterarse que estuve diez años a cargo de aquella aborrecible sección?


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