Cien días de soledad

Habría querido que la novela de su vida iniciara de la siguiente manera: Muchos años después, frente a un público enfebrecido, el músico Artemio Hinojosa había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a la sala de conciertos para escuchar a la orquesta del pueblo. Pero la realidad, en ocasiones tan contundente y tan alejada de nuestros sueños, era que, en su ciudad natal nunca hubo una orquesta, que su padre fue, en palabras de su madre, un catarrín insalvable, que nunca se preocupó por él, y que las audiencias frente a las cuales se había presentado a lo largo de veinticinco años de carrera profesional jamás habían lucido bastante animadas.

Tampoco se quejaba demasiado. No era una persona amargada. Había tenido suerte y había gozado su parte. Pero, desde su lesión en la muñeca, su ánimo había decaído, obligándolo a, con tanto tiempo libre, regodearse en la nostalgia y los sueños insatisfechos. Su mujer, Clara, al tanto de su vapuleado estado anímico lo miraba con cierta reserva e intentaba no convivir mucho con él. Veinte años de matrimonio le hacían saber que en aquellos oscuros momentos era mejor dejarlo solo.

Lázaro, el tecladista del grupo, le había advertido ya que no se lavara las manos con agua caliente. “Es malo para las articulaciones,” le había dicho en incontables ocasiones. Pero Artemio había decidido no escucharlo. Finalmente, un dolor apareció en su muñeca. Nada grave. Al principio era más una molestia que un intenso dolor. Pero conforme la gira fue avanzando, Artemio, a fin de subir al escenario, pasó de usar los simples ungüentos a los analgésicos, hasta llegar, en el último concierto, a requerir la asistencia de una especie de opiáceo bastante intenso, que, además de hacerle olvidar el dolor mientras agitaba sus maracas, le hizo ver cómo la audiencia, en un abrir y cerrar de ojos, se transformaba en un inmenso monstruo, parecido a un dragón de tres cabezas, que, iracundo y majestuoso frente a él, bufaba y agitaba su alargada y asquerosa cola. Para su fortuna, ese día, el contrato que obligaba legalmente a su agrupación de los últimos diez años, Los Sonidos de la Sierra, a realizar treinta conciertos, en distintos poblados del estado, concluía.

Durante la parte final de la gira, Lázaro y sus demás compañeros, al verlo sufrir, le habían dicho que no se preocupara, que descansara. Pero él, con un sentido de la responsabilidad, casi heroico, se había negado a dejarlos subir al escenario sin él.

“Te vas a lastimar más,” le había dicho Omar, el bajista. “Mejor quédate en la habitación del hotel.”

“No es para tanto,” dijo él, estoico, al tiempo que su muñeca experimentaba agudas punzadas.

Nadie logró disuadirlo, ni siquiera el médico que le recetó los opiáceos. Y, en verdad, era el parecer del grupo, las maracas no eran del todo fundamentales. Bien podrían prescindir de ellas durante un par de conciertos. Pero, desde luego, nadie tenía el coraje necesario para decirle eso a Artemio. Aquellas palabras lo habrían deshecho. Sobre todo a él, quien, durante su carrera profesional, se había dedicado a perfeccionar el arte de las maracas.

Verlo tocar era una epifanía. Cualquiera que haya supuesto que tocar las maracas es cosa de niños, al ver a Artemio agitar sus manos, con su instrumento cascabeleando por el aire, habría cambiado de parecer al instante. Sus movimientos en el escenario eran sutiles y el sonido que se desprendía de sus maracas acompañaba la melodía de una manera natural. Los demás músicos de Los Sonidos de la Sierra se sentían orgullosos de contar con él. Más de una revista musical había descrito su estilo como revelador. Y nada podía complacerle más que escuchar éstas críticas tan positivas, a él, quien siempre, desde sus inicios, y a despecho de la opinión general, había visto en las maracas un instrumento tan digno y completo como el arpa o el piano.

Pero, después de un cuarto de siglo apareciendo en los más diversos escenarios, después de una vida llena de logros, el destino parecía enfurruñarse con él, constriñéndolo a una vida sosegada y lejos del bullicio ensordecedor de los conciertos. Ahora, en la soledad de su despacho las viejas y olvidadas sombras de su pasado volvían, con su antigua y renovada energía, a ofuscar su inestable ánimo.

Su médico de cabecera, además de espantarse cuando Artemio le mencionó el medicamento que le habían suministrado a fin de sobrellevar la última fecha de la gira, confirmó el diagnóstico de su colega. La lesión era seria. Debió haberse cuidado. No debió seguir tocando. Si se hubiera atendido a tiempo y si hubiera guardado reposo, habría sanado de inmediato. Pero, había sobreexplotado a su muñeca y ésta estaba gravemente herida. Lo mejor era que dejara de tocar, al menos durante tres meses.

“¡Tres meses!” resopló Artemio, con incredulidad.

“Sí, tres meses,” dijo el médico. “Durante ese tiempo te prohíbo acercarte terminantemente a tus maracas. El único movimiento al que expondrás a tu muñeca será al de los ejercicios terapéuticos que yo mismo supervisaré. Lo siento, Artemio,” concluyó el profesional de la salud, quien además era un viejo conocido, “conozco la pasión que sientes por la música. Pero, si deseas curarte, deberás confiar en mí.”

“Tres meses,” pensaba Artemio, intermitentemente, sentado en el sillón de su oficina, “casi cien días.”

Su situación le era atroz. Aquel cautiverio emponzoñaba su espíritu. Su mujer, aterrada, detrás de la puerta de su despacho, lo escuchaba hablar consigo mismo. Y, cuando entraba para servirle su sopa de codos y verduras, Artemio le dirigía en silencio una mirada llena de rencor, como si ella fuera la causante de todos sus males. Ni siquiera las visitas de sus compañeros musicales lograban alisar su ánimo. De inicio, frente a ellos intentaba comportarse valeroso. Les decía que él podía soportar aquella pena y muchas más. Estaba hecho para afrontar todo tipo de dificultades. Les aseguraba que desde chico —durante los últimos días había pasado mucho tiempo pensando en su infancia— había tenido que hacer frente a las más terribles adversidades. Su madre y el habían logrado salir adelante. Su pasión por la música y sus maracas lo habían sacado de la pobreza. Lázaro, Omar y el resto de los Sonidos de la Sierra lo escuchaban con recelo, pues en su voz, mientras relataba facetas de su mítica infancia, había un tono de falsa valentía, un cierto dejo de miedo y terrible ansiedad. Y, finalmente, cuando el sol poniente encendía el húmedo despacho, y sus compañeros se preparaban para irse, Artemio, incapaz de contenerse, sin poder continuar hasta el fin su farsa, se rompía y les rogaba, les imploraba, que por favor, por el amor de Dios, se quedaran unos minutos más, sólo unos cuantos, hasta que el sol se metiera, pues, les decía, la soledad era como un perro hambriento que se ensañaba en devorarlo por dentro. En aquellos momentos de sombría incomodidad, Clara se acercaba a él y, cortésmente, le hacía saber que sus amigos tenían familias en casa que los esperaban.

“Ya vendrán otro día, cariño,” le aseguraba ella con infinita ternura.

“Dichosos ellos,” refunfuñaba Artemio, con terrible crueldad, “que tienen una familia en casa que los espera. En cambio yo, ¿qué tengo, Clara? Dime, ¿qué tengo yo?”

Ante aquel melodrama, su mujer, herida, se dirigía al resto de Los Sonidos de la Sierra, agradeciéndoles su visita e implorándoles que no dejaran solo a su amigo.

“Ya ven cómo se pone,” concluía, mientras los hombres, ajustándose sus sombreros, salían del despacho.

Dentro de la oscuridad que había descendido sobre él, Artemio encontró, si no un destello, algo parecido a ello, que, como la pálida luz de una vela asediada por los violentos chiflidos de un vendaval, logró alumbrar sus días. Las sesiones terapéuticas, además del indudable bienestar fisiológico que le proporcionaban, se habían convertido en una especie de confesionario. Su médico de cabecera, Claudio Torres, un amigo de la infancia, quien había crecido junto a él en el mismo barrio, durante aquellas visitas matutinas, se volvió su más íntimo y valorado allegado.

“¿Te acuerdas de aquellos años, Cayo, cuando corríamos en calzones por las calles sin pavimentar del viejo barrio, y tu madre, laboriosa, siempre haciendo algo, nos perseguía, hasta alcanzarnos, para luego arrastrarnos por las orejas de regreso a casa?” suspiraba Artemio, mientras Claudio le indicaba cómo girar su muñeca.

“Sabes, he estado pensando mucho en aquellos días, cuando la vida no era una carga y éramos tan sólo unos niños, mugrientos y libres, sin ninguna responsabilidad. Me habría gustado quedarme en ese mundo, habitarlo eternamente. ¿A ti no?”

“Claro, Artemio. ¿Cómo olvidar aquellos años…?” respondía el médico, con seriedad, recordando que en aquellos lejanos tiempos, él solía ser un niño bastante débil, aquejado continuamente por las más diversa variedad de enfermedades, y, sobre todo, que aquel hombre con la muñeca lastimada, hoy en día su paciente, solía abusar de él.

Artemio, a diferencia de él, había sido un niño robusto, bastante extrovertido, y que siempre estaba metiéndose en problemas. La madre del futuro médico le había prohibido hacer migas con él. Pero Claudio no había tenido muchas opciones. Artemio lo buscaba continuamente. Por fortuna, aquella infancia rural había quedado soterrada bajo un pesado montón de años. Y, a diferencia de su paciente, Claudio, ahora un respetable profesionista, no tenía ningún incentivo para embellecer aquella época de su vida.

“Nunca te lo he dicho,” musitó Artemio un día, durante una sesión, “pero siempre te envidié.” El médico, al escuchar aquella confesión, no pudo ocultar su turbación. “Lo tenías todo,” continuó el paciente, “y yo no tenía nada. Me gustaba ir a tu casa, porque siempre estaba limpia. La mía era un desastre. Y luego, por las tardes, cuando tu padre llegaba y besaba a tu madre y te abrazaba, me gustaba imaginar que yo era tu hermano y que aquella era mi familia, unida y cariñosa. Me conoces, sabes cómo fue mi infancia. Mi padre nunca estuvo en casa y mi madre, la pobre de mi madre, no sabía hacer otra cosa más que rezar y rezar, hasta que en las yemas de sus dedos podías notar las hendiduras provocadas por las bolas de su rosario. En eso me parezco a ella. Pero, ¿no te parece curioso?, yo, en lugar de tener todo el día el rosario entre mis manos, decidí sostener las maracas.”

“No sabía que te sentías así,” dijo el médico, tras un breve silencio. “Pero,” continuó, intentando animar a su paciente, “ahora eres un músico conocido. Tienes tu propia familia y puedes decidir cómo quieres vivir.”

“¡Por Dios Santo! ¡Toco las maracas!” gritó Artemio, repentinamente, con su mirada desencajada. “¿Qué puede haber de honorable en ello? ¡Mi vida entera es un mal chiste!”

Después de aquella irrupción, los dos hombres permanecieron en silencio, intentando no mirarse el uno al otro. Ninguno volvió a mencionar el tema de las maracas. Claudio, al terminar la sesión, se acercó a Clara en privado y le comentó que Artemio estaba pasando por una crisis, que su lesión en la muñeca había despertado viejos rencores y que sería prudente llevarlo a ver a un psiquiatra.

“Gracias,” dijo la mujer, “ya se lo he comentado, pero se niega. Dice que no necesita la ayuda de nadie para cambiar su pasado.”

A pesar de la incomodidad que representaba para Claudio continuar asistiendo a las sesiones terapéuticas, su espíritu profesional lo obligó a cumplir con su deber. Sin embargo, para su sorpresa, Artemio no volvió a mencionar su ancestral envidia ni su amarga frustración. Al contrario, a partir de aquel nefasto día, lucía sereno y, casi se podría decir, alegre. Definitivamente, un cambio se había operado en él. Y, aún más, aunado a su nueva disposición hacia la vida, Artemio parecía haber delimitado el trato con su viejo conocido. Ya no se dirigía a él con familiaridad. Incluso, comenzó a hablarle de usted.

Claudio, aunque intrigado por la actitud de Artemio, se abstuvo de preguntarle qué había pasado. ¿Por qué había cambiado tanto de la noche a la mañana? La prudencia le aconsejó que lo mejor era dejar las cosas como estaban. Lo último que deseaba era que aquel hombre perturbado le volviera a gritonear como en su infancia.

Sin mayores sobresaltos, los tres meses de reposo y terapia llegaron a su fin. Los Sonidos de la Sierra habían firmado un contrato que los obligaba a dar cuarenta conciertos y se mostraron bastante complacidos ante la noticia de que Artemio estaba saludable y dispuesto a sumárseles.

Claudio, por su parte, nunca comprendió qué había sucedido o a qué conclusión había llegado su amigo de la infancia. La realidad era que, desde aquellos meses de forzada cercanía, el músico, el maestro de las maracas, jamás volvió a saludarlo. Era como si nunca se hubieran conocido. Cuando, por casualidad, se encontraban en la calle, Artemio, descaradamente, miraba hacia otra parte y pasaba al lado del médico disimulando no advertir su presencia.

“Pobre hombre,” se dijo Claudio, en una de esas ocasiones, antes de continuar su camino, olvidándose por completo del músico y recordando que debía comprarle un regalo a su mujer. Su aniversario de bodas era la semana siguiente.

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