Último refugio

El Servicio Postal no contaba con una oficina en el Mezquital y por ello los correos arribaban a la tienda de don Herme, quien, además de sus obligaciones como abarrotero, debía recibir las cartas, organizarlas, guardarlas y entregarlas a sus destinatarios cuando éstos se aparecieran en su negocio preguntando si había llegado algo para ellos.

Aquel día don Herme, después de decirle por undécima vez lo mucho que lamentaba la muerte de su abuelo, le entregó tres sobres a Arturo Lara. Dos provenían de la ciudad de Durango. El tercero ni siquiera estaba dirigido a él. En silencio Arturo le regresó aquella carta y guardó las otras dos.

Ya no hay hombres como don Damián, repitió el viejo, detrás del mostrador.

Para Arturo estaba claro, los años habían arrojado al abarrotero al laberinto de la demencia senil. Cada vez que venía a la tienda el viejo decía las mismas cosas, en el mismo orden, como una maldita grabación. Su abuelo llevaba casi un año muerto y don Damián no soltaba el tema. Y ahora incluso le había entregado una carta que ni siquiera era para él.

Buen día, don Herme, se limitó a decir Arturo.

Buen día, hijo. No tardes mucho en volver. Acuérdate de nosotros los viejos.

Descuide, pasaré por aquí antes de lo que se imagina.

Ve con Dios.

La mera verdad no sé si él quiera ir conmigo, se fue pensando Arturo, al dejar atrás la tienda de abarrotes. Se subió a su camioneta y tomó el camino que lleva a La Rosita.

El paisaje era el mismo. Huizaches y piedras. Tierra dorada. Tierra seca. Montes lejanos. Y encima de todo, un ominoso cielo azul.

En la superficie nada había cambiado. Esta seguía siendo la tierra que su abuelo conoció y amó. Pero en el fondo Arturo sabía que nada era igual.

Las apariencias engañan, se dijo, doblando el volante para tomar la última curva.

Al dar la vuelta dio de frente con el poste sobre el cual dos noches atrás había aparecido el cordero crucificado. El animal pertenecía al rancho La Rosita. En su oreja colgaba aún el arete que así lo atestiguaba. Alguien lo había robado para después matarlo y clavarlo a ese poste. Sobre la cabeza le colocaron una corona de espinas. Definitivamente, pensó Arturo, no carecían de sentido del humor. Un corte recorría el pecho del animal, cuyas vísceras yacían tendidas sobe el suelo. Al bajarlo de su cruz, Arturo advirtió que algo habían dejado dentro del animal. Metió su mano al interior del cordero asesinado y extrajo un papel ensangrentado.

Paga.

El mensaje no podía ser más claro.

A pesar del horror de la escena, Arturo no pudo más que apreciar los métodos tan abrumadoramente sencillos y eficaces que utilizaban aquellos hombres para darse a entender.

La violencia es elocuente, y ellos lo saben, pensó.

Un cordero crucificado.

Paga.

Nada más fácil de entender.

Desde la noche en la que el rancho del Jefe había sido incendiado, al contrario de lo que inicialmente había pensado la gente, las cosas sólo habían empeorado. Un nuevo orden intentaba imponerse a base de amenazas, intimidaciones y actos violentos. Algunos habían cedido. Algunos habían huido. Algunos habían hecho frente y habían pagado las consecuencias de su hombría. La sangre se convirtió en la moneda de cambio. Este era el nuevo orden.

Mientras el Jefe estuvo a cargo de aquella zona, La Rosita había salido bien librado. A pesar de las cosas terribles que se decían de él, al menos el Jefe había cumplido su palabra. Hasta sus últimos días respetó a Damián Lara y dejó su rancho en santa paz. Pero los nuevos jefes nada sabían de ese trato, del pasado o del honor. Ellos sólo conocían lo que su ambición les permitía y la violencia necesaria para satisfacer sus apetitos. Su visión era de corto alcance y eso tenía sus desventajas. Pero también les brindaba grandes ventajas: los hacía tremendamente eficaces; no perdían el tiempo.

Aquella nota ensangrentada no era la primera vez que habían entrado en contacto con Arturo. Un par de meses atrás dos camionetas negras se estacionaron frente al rancho. No se molestaron en buscar el amparo que les concedía la oscuridad de la noche. Se presentaron a pleno mediodía, como si aquello se tratara de una visita de negocios. Un hombre bien vestido, con un sombrero Stenson y unas botas de piel de cocodrilo, se acercó hasta la puerta, mientras dos de sus hombres, con metralletas colgando de sus hombros, lo siguieron con la mirada desde su posición frente a las camionetas.

Buenas tardes, caballero, dijo aquel hombre, con sus ojos ocultos tras los cristales opacos de sus gafas Prada. Y con una sonrisa amplia añadió: Le traigo un anuncio.

El anuncio era que estaba siendo extorsionado. De ahora en adelante, si quería seguir trabajando su rancho ganadero debía reportarles una suma de dinero mensualmente.

Puede dejarnos la cantidad dentro de un sobre con don Herme, sólo dígale que es para la Hermandad y él sabrá qué hacer. ¿Sí sabe de quién le hablo?

¿Don Herme? Sí, claro.

El hombre le deseó un buen día y se retiró. Las camionetas abandonaron la propiedad, dejando tras de sí una nube de tierra.

Ni siquiera tenía que verlos. Eso era eficiencia. Sería como si no existieran en su vida. Arturo sólo debía hacer a un lado parte de las ganancias y depositarlas en un sobre. Don Herme se encargaría del resto. Por supuesto, el problema era ¿qué ganancias? La Rosita difícilmente salía de números rojos. La venta de ganado había empeorado desde la muerte de su abuelo. Al parecer, los conocidos de don Damián siguieron comprándole vacas y borregos por deferencia al viejo. Pero una vez que éste murió, ninguno volvió a aparecerse por el rancho. Las ventas se habían deslomado, pero el ganado aún requería alimentos y cuidados, es decir, costaba dinero, y esta situación finalmente terminaría por llevarlo a la banca rota.

Aun así Arturo cumplió con su parte. A final de mes dejó un sobre para la Hermandad con don Herme, quien al escucharlo decir el nombre de aquella agrupación le ofreció una mirada llena de conmiseración.

Así son las cosas ahora, dijo Arturo.

Pensé que al menos por respeto a la memoria de su abuelo dejarían La Rosita en paz.

Esos hombre no tienen memoria ni respeto, don Herme.

Pues mire cómo me lo tienen, quiso agregar Arturo, pero prefirió callar, trabajando para ellos.

El sobre que dejó ese día no contenía dinero sino la hoja de balance del rancho, la cual claramente mostraba que ese mes había habido pérdidas.

Me dijeron que querían parte de las ganancias, pensó Arturo, pues ahí lo tienen. Puras pérdidas. ¿Van a querer compartir esas también?

Los hombres no volvieron. Al mes siguiente Arturo realizó la misma acción. Don Herme les entregó de nuevo la hoja de balance.

Y luego apareció el cordero. Eran ellos. No había duda. ¿Quién más podría haber hecho algo así? Se habían cansado de recibir hojas de balance. Querían su tajada. No les importaba que el rancho tuviera pérdidas mes con mes. Ese no era problema suyo, ¿o sí?

Arturo estacionó su camioneta frente a la entrada y entró a la casa. Dejó las dos cartas sobre la mesa y se dirigió al baño. El desayuno le había caído pesado. Consideró la posibilidad de estar convirtiéndose en un intolerante a la lactosa. Al carajo las extorsiones y los putos corderos crucificados. Esa era una verdadera desgracia, volverse intolerante a la lactosa. Con lo que le gustaban los quesos y las malteadas.

Al salir del baño, distinguió el olor a cigarro proveniente de la sala. En el sofá encontró a su hermano, fumando con los pies sobre la mesa de madera. A pesar de que llevaba un mes aquí, aún no se acostumbraba a su presencia, a encontrárselo por la casa o en las caballerías.

¿Fuiste al pueblo?

Sí.

A nadie había afectado más profundamente el incidente del cordero que a Gabriel, quien de inmediato propuso que debían abandonar el rancho, largarse de allí cuanto antes, qué chingados importaba el cordero, déjenlo clavado allí, a la chingada con él.

Arturo le dijo que podía irse, si eso quería, pero él se quedaría. Al escucharlo Gabriel pareció reconsiderar las cosas. ¿Y a dónde iba a ir? Sus padres no lo querían ni ver y para haber terminado buscando refugio aquí en el rancho algo terrible debió haberle sucedido. Al menos eso sospechaba Arturo, quien lo había recibido sin hacerle preguntas. Pero que no se las hiciera a su hermano, no quería decir que él mismo no se las hiciera. ¿Qué hizo? ¿Qué le pasó? ¿Por qué vino a caer acá? ¿Qué habrá hecho? ¿Tanto dinero debe? Gabriel llevaba años sin visitar La Rosita, y su repentina aparición daba mucho espacio a la especulación. Sin embargo, Arturo decidió alojarlo sin importar las razones que lo habían llevado hasta acá. Finalmente era su hermano y éstas eran las cosas que se hacían por ellos.

¿Y no viste nada?

Pues vi muchas cosas. Pero si te refieres a si vi algo sospechoso. La respuesta es no.

La situación del cordero en verdad lo había dejado marcado. Su desmedida paranoia y su ingobernable ansiedad eran claros indicativos de que Gabriel se encontraba en esos momentos en los más profundos abismos de la abstinencia. No dejaba de mover sus manos. Fumaba todo el día. Un cigarro tras otro. Su cuerpo parecía vibrar constantemente. No podía concentrarse en nada. Sus ojos brincaban de un lugar a otro. Estaba demasiado flaco y pálido. Y lo peor de todo, cualquier cosa le causaba un terror pánico, ante el cual cualquier razón, explicación o argumento se desvanecía. Si el chiflido de la cafetera o un caballo relinchando en las caballerías despertaban en él los más profundos temores, imposible imaginar el horro que causó en él la crucifixión del cordero.

¿Crees que tengamos que dejar el rancho?

No lo sé, Gabo. Espero que no. Pero no sé cómo vayan a reaccionar esos hombres.

Esa gente no se anda por las ramas, Arturo.

Ya lo sé, Gabo.

¿Y entonces?

¿Entonces qué?

¿Pues qué vamos a hacer?

No lo sé, cabrón. Para serte sincero ni siquiera estoy pensando en eso ahorita.

¿Ah, no? ¿En serio?

En serio.

¿Y en qué piensas?

En si seré o no intolerante a la lactosa.

No chingues, Arturo.

No chingo, Gabo.

Los dos hermanos rieron. Gabo apagó su cigarro en el cenicero, no sin antes encender otro con el último. Arturo se estiró y tomó los sobres de la mesa. Abrió el primero. Propaganda. Una compañía farmacéutica promocionaba su nuevo producto para desparasitar ganado. El segundo era más pesado y mostraba varios sellos legales. Arturo lo abrió y sacó varias hojas membretadas. Su nombre aparecía en la parte superior, junto al de la propiedad La Rosita, el de su tío y el de unos abogados. Leyó el primer párrafo y después el segundo. El texto estaba lleno de verborrea legal que apenas podía comprender y que le dificultaban la lectura. Sin embargo, cuando llegó a la segunda hoja, no tuvo ninguna duda, aquello era una demanda legal. Su tío Enrique finalmente había cumplido con su palabra de interponerle una demanda por la herencia del rancho.

Lo que faltaba, dijo Arturo, dejando caer las hojas sobre la mesa.

¿Qué? ¿Qué pasó?

Nada. El tío Enrique me está demandando.

¿Por el rancho?

Sí. Lo quiere vender, al igual que mi mamá y el resto de la familia. Soy el único pendejo que le importa un carajo lo que el abuelo quería.

Gabriel bajó los pies de la mesa, se sentó correctamente y tomó aquel legajo. Paseó sus ojos unos momentos por encima de aquellos párrafos cifrados en terminología legal antes de darse por vencido y dejar las hojas de nuevo sobre la mesa.

¿Y entonces, lo vas a vender?

No sé. No quiero. Pero ya ves cómo están las cosas. Por un lado aparecen corderos crucificados y por el otro demandas legales. Es como si el mundo se empeñara en hacerme saber que soy un idiota al aferrarme a esta propiedad. Si el abuelo supiera lo que me esperaba al pedirme que defendiera el rancho, que hiciera lo posible porque permaneciera en la familia, no creo que me lo volvería a pedir. Pero qué digo, si el muy cabrón bien que sabía. Si me lo dijo clarito: en cuanto estire la pata, tus tíos te van a caer en manada. Y míralos. Todos detrás de sus abogados. Todos listos para hundirle el diente a las ganancias de la venta.

No deberías vender, dijo Gabo. Digo, es lo que quería el abuelo, ¿no?

Arturo lo miró desconcertado. ¿Acaso no había escuchado lo que había dicho? Estaba siendo demandado, por sus propios tíos. Por su propia madre. ¿Qué debía hacer? ¿Subir al techo, enfundarse en una bandera y arrojarse al vacío cual niño héroe?

No. No debería, dijo Arturo, después de una pausa. ¿Pero qué se le va a hacer? Es una lástima, apenas estábamos hermanando de nuevo.

Gabo encendió otro cigarro. La noticia de la demanda parecía haberlo afectado de sobremanera. Lucía nervioso. Asustado. Tomó la demanda de nuevo. Intentó leer algo. ¿Qué podía hacer? ¿Si llegaba a entender algo, acaso iba a salir con alguna artimaña legal para salvarlos?

La droga le ha encogido el cerebro, se dijo Arturo, levantándose del sofá.

Iré acostarme un rato.

Pero Gabo ni siquiera lo escuchó. Estaba perdido en sus temores, intentando escapar de ellos por medio de aquellas palabras, buscando en ellas desesperadamente una salida. No podían vender el rancho. No podían hacerle eso. Aquel lugar era su última guarida. Qué demonios importaba la última voluntad del abuelo. Para él era cuestión de vida o muerte. O mejor dicho, de prisión o libertad. Vender La Rosita significaba tener que dar la cara de nuevo en Durango. Y allá alguien daría con él. Allá alguien sabría lo que había hecho y entonces estaría perdido. El peso de la ley caería le encima, lo aplastaría. Todos lo sabrían. Su crimen saldría a la luz. Todos lo sabrían. Y entonces nadie podría rescatarlo. Estaría condenado. No y diez mil veces no. El rancho no estaba en venta, no importaba cuántos putos borregos colgaran o cuántas pinches demandas enviaran. Él tenía que permanecer aquí, donde nadie sabía lo que había hecho, donde sus crímenes no existían.

La Rosita era su último refugio.

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